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lunes, 3 de septiembre de 2018

La paradoja de Psaménito 001 (1.0.0)


Empecé a encarar la demoradísima reformulación y ampliación de "La paradoja de Psaménito". Todavía no escribí toda la parte a agregar (la quinta "explicación" de por qué el rey lloró así), pero ya empecé a cambiar lo que había (que a su vez ya lo había retocado, como la distancia de "el Montaigne psicografiado por Benjamin"). Hasta ahora (y desde enero o febrero de 2012) decía esto:




          De la hinchada de Newell's para la de Rosario Central (Apertura 2007, fecha 13, 7-10-07, Newell's 2 - Independiente 1)

1.

Para desarrollar la idea de una diferencia que está presentando entre la narración y la información, Walter Benjamin refiere un relato de Heródoto en la parte VII de “El narrador” (Para una crítica de la violencia y otros ensayosIluminaciones IV, Taurus, Madrid, 1991, páginas 117 y 118; traducción de Roberto Blatt):
«El primer narrador de los griegos fue Herodoto. En el capítulo catorce del tercer libro de sus Historias, hay un relato del que mucho puede aprenderse. Trata de Psaménito. Cuando Psaménito, rey de los egipcios, fue derrotado por el rey persa Cambises, este último se propuso humillarlo. Dio orden de colocar a Psaménito en la calle por donde debía pasar la marcha triunfal de los persas. Además dispuso que el prisionero vea a su hija pasar como criada, con el cántaro, camino a la fuente. Mientras que todos los egipcios se dolían y lamentaban ante tal espectáculo, Psaménito se mantenía aislado, callado e inmóvil, los ojos dirigidos al suelo. Y tampoco se inmutó al ver pasar a su hijo con el desfile que lo llevaba a su ejecución. Pero cuando luego reconoció entre los prisioneros a uno de sus criados, un hombre viejo y empobrecido, sólo entonces comenzó a golpearse la cabeza con los puños y a mostrar todos los signos de la más profunda pena.»
A continuación del punto y aparte, Benjamin pasa a los comentarios:
«Esta historia permite recapitular sobre la condición de la verdadera narración. La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo. Es así que Montaigne volvió a la historia del rey egipcio, preguntándose: ¿Por qué sólo comienza a lamentarse al divisar al criado? Y el mismo Montaigne responde: “Porque estando tan saturado de pena, sólo requería el más mínimo agregado, para derribar las presas que la contenía.” Eso según Montaigne. Pero asimismo podría decirse: “No es el destino de los personajes de la realeza lo que conmueve al rey, por ser el suyo propio”. 0 bien: “Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la vida; para el rey este criado no es más que un actor.” 0 aún: “El gran dolor se acumula y sólo irrumpe al relajarnos. La visión de ese criado significó la relajación.” Herodoto no explica nada. Su informe es absolutamente seco. Por ello, esta historia aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión. Se asemeja a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días.»

2.

Un poder similar de revisitas y juventud eterna le atribuye el Averroes de Borges a una metáfora de Zuhair (“El destino es un camello ciego”). En Heródoto, la identificación es un enigma; en Borges es la respuesta a un enigma: ¿cómo hace esa metáfora para perdurar, para no gastarse con el tiempo, para sobrevivir a la voracidad de novedades, al acostumbramiento? Respuesta: tocándonos –y en ese toque haciéndonos identificar– de tal modo que nos sea imposible acostumbrarnos, que no nos deje de «provocar sorpresa y reflexión». Acá hay algo que no nos cierra y entonces volvemos, algo que no nos deja de llamar; allá hay algo que no cierra, porque la empatía que se esperaba (el llanto por identificación con un par) no se da, y se da la menos esperada (el llanto con el reconocimiento de un criado viejo y pobre; en vez de un enigma de identidad –¿quién o qué es?–, tenemos uno de identificación: ¿por qué llora enfrentado a ese espejo y no a los otros más afines?).

3.

Repasemos la interpretación que cita Benjamin y las tres que ofrece para apoyar la idea de que la primera no cierra nada y que «esta historia aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión», aún «mantiene sus fuerzas acumuladas». La importancia de este punto no es menor: el poder de suscitar esas revisitas es también el de haberse sabido poner y saberse mantener en circulación, o sea, de tener una historia (sobrevida...) y todavía existir (...y vigencia).
De las cuatro interpretaciones, una acepta la identificación del rey con el criado y la no identificación con sus hijos, e intenta darles una razón a esas conexiones desacostumbradas; dos, no; la otra convierte en artística esa identificación. Las dos que no aceptan ese juego de relaciones inesperadas buscan explicar por qué pasó lo que pasó cuando pasó; las otras dos, justificar por qué pasó lo que pasó (o sea, se despreocupan por explicar la demora pero no la razón de la “irrupción”); ambos dúos, qué fue lo que realmente pasó, ahí donde «Herodoto no explica nada».

En la interpretación del Montaigne psicografiado por Benjamin, el sobrio y seco Heródoto puso dos rasgos de más, o que son absolutamente inmotivados, casuales: el desborde se habría producido con cualquiera que siguiera, no importa si criado, pobre y viejo, o familiar, rico y joven. No es menor la conjunción de atributos que su Montaigne desdeña o que supone fortuita.
La misma conjunción, en cambio, causa o favorece la relajación de la que habla la tercera interpretación alternativa del quiebre del rey. Por lo demás, las diferencias son de presentación: ese Montaigne piensa al rey en un estado («saturado de pena», sensible al «más mínimo agregado»); en la tercera posibilidad que le opone Benjamin, el acontecimiento del quiebre sigue a un proceso: la pena «se acumula y sólo irrumpe al relajarnos» (la visión del criado pasa de ser un agregado desbordante a ser una resta abrupta de tensión).
Pero ya sea que mostremos un proceso (de acumulación de dolor) o un estado resultante (de saturación de pena), las dos interpretaciones quieren explicar la demora de lo que se esperaba que se diera y la rareza de lo que se dio. El cuadro es atractivo, pero no hay en el relato ninguna referencia o indicio de acumulación dolorosa, ningún rastro de disimulo; recordemos el pasaje en cuestión:
«Mientras que todos los egipcios se dolían y lamentaban ante tal espectáculo, Psaménito se mantenía aislado, callado e inmóvil, los ojos dirigidos al suelo. Y tampoco se inmutó al ver pasar a su hijo con el desfile que lo llevaba a su ejecución.»
Si no hay acumulación de dolor (o saturación de pena), no hay relajación (o estallido, desborde, crisis) que produzca la visión del criado y explique el momento y la razón del quiebre.

De las otras dos interpretaciones alternativas del surtido de Benjamin, la primera ofrecida da vuelta la razón identificatoria (no entiendo bien con qué fuerza, suponiendo que no sea con la de la voluntad). Tiene una introducción expositiva («No es el destino de los personajes de la realeza lo que conmueve al rey,...») y un remate explicativo, igual de inesperado que la conmoción narrada («...por ser el suyo propio», en lugar de un esperable a pesar de, que habría convertido el remate en una continuación de la exposición del asunto, al que deja justo antes de completarse con algo así como “...sino el de un personaje criado, pobre y viejo, a pesar de no ser el suyo propio”).
La otra posibilidad que podría estar sugiriendo ahí Benjamin es que el rey sea tan misericordioso que sólo pueda conmoverse con destinos distintos e inferiores al “suyo propio”. No hay modo de negarlo ni de asegurarlo; para decirlo con palabras del sacerdote comentarista del Capítulo IX de El proceso: «al menos no se lee nada al respecto»; o con las del propio Benjamin: «Herodoto no explica nada» ni da cuenta de que Psaménito tuviera un temperamento (o haya tenido un lapsus) compasivo.

La segunda interpretación alternativa parece proponer que el rey se conmovió ante un actor estático como no lo habría (o había) hecho ante el desfile de sus muy reales hijos (ella degradada a criada y él camino a su ejecución). Aceptemos o concedamos que «en la vida» y «en el escenario» hay identificaciones y empatías distintas e incluso divergentes; aun así, no entiendo por qué esa especie de figurante que es el criado, fortuitamente reconocido entre los prisioneros, sería «para el rey» un personaje más teatral que sus hijos, protagonistas del «espectáculo» montado por Cambises para humillar a papá Psaménito. No digo que no pueda serlo; digo que no parece haber motivos para suponerlo (si se trata de suponer libremente, sin sujeción a anclajes en lo escrito, es otra cosa; pero eso ya no sería “explicación”, sería “versión libre”).

4.

No se puede descartar que la reacción narrada no tenga sentido y que no haya explicación que pueda dárselo; o sea, que estemos ante un falso problema (lo cual le quitaría en este caso a la narración la razón de su inagotabilidad y la capacidad de mantener «sus fuerzas acumuladas» y de «desplegarse pasado mucho tiempo», cual semilla de pirámide egipcia).
Además de ser una sospecha, esa falta de sentido de la combinación empática rey-criado podría verse implicada por una hipótesis. Eso le pasaría, por ejemplo, si hubiese sido generada por una máquina que produce ciegamente combinaciones, con la misma despreocupación por la puntería que puede tener un reloj parado, aunque con menos eficiencia; y con la misma indiferencia por el sentido que puede tener un libro de la combinatoria babélica;*
Copio el final de “Arquitectura fantástica y ‘La Biblioteca de Babel’”, página 548 del libro κηπος, Homejaje a Eduardo J. Prieto (Paradiso, Buenos Aires, 2000), donde Pablo Martín Ruiz dice:

«Pensemos en un libro cualquiera. Por ejemplo, el Quijote. En mi biblioteca hay un ejemplar del Quijote, y también en la Biblioteca de Babel, desde luego, hay un ejemplar del Quijote. Son literalmente idénticos, son radicalmente diferentes. El ejemplar de mi biblioteca está sostenido, está avalado por Cervantes. El de la Biblioteca, por el anónimo, indiferente, inescrupuloso azar. Uno propone un diálogo, el otro propone una suerte de monólogo automático. Supongamos que alguien, por un azar no mayor al que hace que exactamente estas palabras estén impresas en exactamente este lugar de exactamente esta página, toma de la Biblioteca exactamente el Quijote. ¿Podría esa persona leer el Quijote? ¿Podría soportar el vértigo de que en cualquier línea de cualquier página todo pueda desarmarse en letras ilegibles? Y aun si esa debacle no ocurriera, ¿podría alguien terminar de leer el Quijote sin tener la sensación de que lo que leyó es irremediablemente, intolerablemente arbitrario? ¿Podría alguien pasar de la primera línea de un libro sabiendo que cada palabra puede estar en lugar de cualquier otra? Tal vez en la Biblioteca de Babel nadie abra jamás un solo libro, tal vez los libros sean los objetos más insignificantes, los menos existentes de ese mundo, que otros llaman la Biblioteca.»
y con la misma utilidad que una equiparación de Ibn–Sháraf de Berja en “La busca de Averroes”.
Aclarada la reserva, para seguir voy a suponer que tiene sentido la tarea de pensar algo que se acomode a la paradoja psicológica de un rey imperturbable ante la suerte de sus hijos y perturbado por la de un criado.

Si tenemos en cuenta las necesidades parasitarias del “mayor orgullo”, una humillación que no genera el espectáculo del acuse de recibo del humillado, el reconocimiento de su dolor, puede ser frustrante. Pero la de Cambises fue planeada con riguroso sentido común. A ningún humillador se le hubiera ocurrido intentar doblegar a Psaménito con alguien que está en sus antípodas sociales y jerárquicas, en lugar del martirio social y físico de pares cercanos, afines, como son sus hereder@s, su preciosa descendencia.
Pero el rey no responde como quiere el que lo derrotó: dos hijos después, amenaza con arruinarle a Cambises la humillación pública que le hizo preparar (como a otros una fiesta). La amenaza se desvanece recién cuando él solo, sin que los persas se lo exhiban especialmente, se topa con uno por quien se supone que no tendría que llorar y llora y se quiebra. Lo hace finalmente, pero les inflige a sus humilladores la victoria consuelo (simbólica y anecdótica) de hacerlo cuando no lo esperan, de hacerles fallar con una marcha triunfal y dos hijos (que, en esta perspectiva, para el rey valen menos que su chiste póstumo).
Hablo de efectos, no de intenciones; es probable que así haya salido, no que Psaménito haya logrado eso. Tal vez a él también lo sorprendió el llanto: estaba preparado –se había endurecido o sólo «aislado»– para lo más; lo menos tal vez lo agarró desprevenido, lo hizo sentir súbitamente sobreprotegido y no pudo evitar relajarse y llorar. Tal vez lloró lo pendiente (como sugiere la tercera interpretación de Benjamin, pero sin acumulación) o simplemente con puntería desplazada.
Ya que estamos, seamos contrafácticos por un rato. Imaginemos que sí, que de entrada Psaménito sufre las humillaciones que le preparan, como esperan Cambises y todos, persas y egipcios. Cambises deja vivo a Psaménito para que sufra la muerte de sus seres queridos, pero cuando llega el turno de ultimarlo ─imaginemos─ no quiere interrumpir su sufrimiento. Lo deja vivir mientras sufra; ni bien esté mejor lo matará (o sea, cuando ya no sea un favor).

5.

Vuelvo al relato original. El desenlace es más brusco por lo contrastante: ya con nuestra atención puesta en el próximo nivel de la escalada (desfile de vencedores, de hija humillada y de hijo a ejecutar) nos encontramos de pronto cursando el más bajo (criado empobrecido y viejo, en un grupo lateral de prisioneros, que pertenecen más al público que al espectáculo). Dos desmesuras: algo muy contrastante viene a ocurrir muy lejos de cuando y donde se lo espera, que es lejos de aquí y ahora (esta distancia es inversamente proporcional a esa expectativa). La expectativa frustrada alimenta la sorpresa por la empatía o identificación ahí producida, un contacto similar al que entre súbdito y emperador (mensajero mediante) Kafka posterga ad infinitum en “Un mensaje imperial”.




Ahora dice así:





Introducción

En la parte VII de “El narrador”, Walter Benjamin ejemplifica su idea de «la verdadera narración» (volvedora, no como la efímera información) con un relato de Heródoto y un comentario de Montaigne. Lo central de la historia es una reacción inexplicable de Psaménito, rey de Egipto, de la que veremos cinco explicaciones.
La parte I de este ensayo estará dedicada a la versión que hace Benjamin del relato de Heródoto y del comentario de Montaigne. La parte II, a comparar esa versión con las de los propios Heródoto y Montaigne. O también: la parte I incluirá cuatro de las cinco explicaciones de por qué el rey reaccionó como reaccionó; la parte II, la otra.

Parte I


De la hinchada de Newell's para la de Rosario Central (Apertura 2007, fecha 13, 7-10-07, Newell's 2 - Independiente 1)

1.

Lo que Benjamin dice en “En narrador” del relato de Heródoto y del comentario de Montaigne puede leerse en las páginas 117 y 118 del libro Para una crítica de la violencia y otros ensayosIluminaciones IV (Taurus, Madrid, 1991; traducción de Roberto Blatt); apenas lo voy a interrumpir:
«El primer narrador de los griegos fue Heródoto. En el capítulo catorce del tercer libro de sus Historias, hay un relato del que mucho puede aprenderse. Trata de Psaménito. Cuando Psaménito, rey de los egipcios, fue derrotado por el rey persa Cambises, este último se propuso humillarlo. Dio orden de colocar a Psaménito en la calle por donde debía pasar la marcha triunfal de los persas. Además dispuso que el prisionero vea a su hija pasar como criada, con el cántaro, camino a la fuente. Mientras que todos los egipcios se dolían y lamentaban ante tal espectáculo, Psaménito se mantenía aislado, callado e inmóvil, los ojos dirigidos al suelo. Y tampoco se inmutó al ver pasar a su hijo con el desfile que lo llevaba a su ejecución. Pero cuando luego reconoció entre los prisioneros a uno de sus criados, un hombre viejo y empobrecido, sólo entonces comenzó a golpearse la cabeza con los puños y a mostrar todos los signos de la más profunda pena.»
Fin de la historia. A continuación del punto y aparte, Benjamin pasa a los comentarios:
«Esta historia permite recapitular sobre la condición de la verdadera narración. La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo. Es así que Montaigne volvió a la historia del rey egipcio, preguntándose: ¿Por qué sólo comienza a lamentarse al divisar al criado? Y el mismo Montaigne responde: “Porque estando tan saturado de pena, sólo requería el más mínimo agregado para derribar las presas que la contenía.” Eso según Montaigne. Pero asimismo podría decirse: “No es el destino de los personajes de la realeza lo que conmueve al rey, por ser el suyo propio”. 0 bien: “Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la vida; para el rey este criado no es más que un actor.” 0 aún: “El gran dolor se acumula y sólo irrumpe al relajarnos. La visión de ese criado significó la relajación.” Heródoto no explica nada. Su informe es absolutamente seco. Por ello, esta historia aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión. Se asemeja a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días.»

Un poder similar de revisitas y juventud eterna le atribuye el Averroes de Borges a una metáfora de Zuhair (“El destino es un camello ciego”). En el Heródoto de Benjamin, la identificación es un enigma; en Borges es la respuesta a un enigma: ¿cómo hace esa metáfora para perdurar, para no gastarse con el tiempo, para sobrevivir a la voracidad de novedades, al acostumbramiento? Respuesta: tocándonos –y en ese toque haciéndonos identificar– de tal modo que nos sea imposible acostumbrarnos, que no nos deje de «provocar sorpresa y reflexión».
Acá hay algo que no nos cierra y entonces volvemos, algo que no nos deja de llamar; allá hay algo que no cierra, porque la empatía que se esperaba (el llanto por identificación con un par) no se da, y se da la menos esperada (el llanto con el reconocimiento de un criado viejo y pobre). En vez de un enigma de identidad (¿quién o qué es?), tenemos uno de identificación: ¿por qué llora enfrentado a ese espejo y no a los otros, más afines?

2.

Repasemos las cuatro explicaciones barajadas por Benjamin, que las supone equiplausibles:
    1) “Porque estando tan saturado de pena, sólo requería el más mínimo agregado para derribar las presas que la contenía” (Montaigne).
    2) “No es el destino de los personajes de la realeza lo que conmueve al rey, por ser el suyo propio.”
    3) “Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la vida; para el rey este criado no es más que un actor.”
    4) “El gran dolor se acumula y sólo irrumpe al relajarnos. La visión de ese criado significó la relajación.”
Hay una explicación que Benjamin le atribye a Montaigne y hay otras tres de su cosecha, aportadas para apoyar la idea de que la primera no cierra nada y «esta historia aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión» porque aún «mantiene sus fuerzas acumuladas». La importancia de este punto no es menor: el poder de suscitar esas revisitas es también el de haberse sabido poner y saberse mantener en circulación, o sea, el poder de tener una historia (sobrevida...) y todavía existir (...y vigencia).
De las cuatro interpretaciones, una (la 2) acepta la identificación del rey con el criado y la no identificación con sus hij@s, e intenta darles una razón a esas conexiones desacostumbradas; dos (la 1 y la 4), no; la otra (la 3) convierte en artística esa identificación. Las dos que no aceptan ese juego de relaciones inesperadas buscan explicar por qué pasó lo que pasó cuando pasó; las otras dos, justificar por qué pasó lo que pasó (o sea, se despreocupan por explicar la demora pero no la razón de la “irrupción”); ambos dúos, qué fue lo que realmente pasó (a falta de una explicación oficial, porque «Heródoto no explica nada»).

En la interpretación del Montaigne de Benjamin, la 1, el sobrio y seco Heródoto puso dos rasgos de más, o que son absolutamente inmotivados, casuales: el desborde se habría producido con cualquiera que siguiera, no importa si criado, pobre y viejo, o familiar, rico y joven. No es menor la conjunción de atributos que su Montaigne desdeña o que supone fortuita.
La misma conjunción, en cambio, causa o favorece la relajación de la que habla la cuarta interpretación del quiebre del rey. Por lo demás, las diferencias son de presentación: ese Montaigne piensa al rey en un estado («saturado de pena», sensible al «más mínimo agregado»); en la tercera posibilidad que le opone Benjamin, el acontecimiento del quiebre sigue a un proceso: la pena «se acumula y sólo irrumpe al relajarnos» (de 1 a 4, la visión del criado pasa de ser un agregado desbordante a ser una resta abrupta de tensión).
Pero ya sea que mostremos un proceso (de acumulación de dolor) o un estado resultante (de saturación de pena), las dos interpretaciones quieren explicar la demora de lo que se esperaba que se diera y la rareza de lo que se dio. El cuadro es atractivo, pero no hay en el relato ninguna referencia o indicio de acumulación dolorosa, ningún rastro de disimulo; recordemos el pasaje en cuestión:
«Mientras que todos los egipcios se dolían y lamentaban ante tal espectáculo, Psaménito se mantenía aislado, callado e inmóvil, los ojos dirigidos al suelo. Y tampoco se inmutó al ver pasar a su hijo con el desfile que lo llevaba a su ejecución.»
Si no hay acumulación de dolor (o saturación de pena), no hay relajación (o estallido, desborde, crisis) que produzca la visión del criado y explique el momento y la razón del quiebre.

De las otras dos interpretaciones alternativas del surtido de Benjamin, la 2 da vuelta la razón identificatoria (no entiendo bien con qué fuerza, suponiendo que no sea con la de la voluntad). Tiene una introducción expositiva («No es el destino de los personajes de la realeza lo que conmueve al rey,...») y un remate explicativo, igual de inesperado que la conmoción narrada («...por ser el suyo propio», en lugar de un esperable a pesar de, que habría convertido el remate en una continuación de la exposición del asunto, al que deja justo antes de completarse con algo así como “...sino el de un personaje criado, pobre y viejo, a pesar de no ser el suyo propio”).
La otra posibilidad que podría estar sugiriendo ahí Benjamin es que el rey sea tan misericordioso que sólo pueda conmoverse con destinos distintos e inferiores al “suyo propio”. No hay modo de negarlo ni de asegurarlo; para decirlo con palabras del sacerdote comentarista del Capítulo IX de El proceso: «al menos no se lee nada al respecto»; o con las del propio Benjamin: «Heródoto no explica nada» sobre si Psaménito tenía un temperamento (o había tenido un lapsus) compasivo.
La explicación 3 parece proponer que el rey se conmovió ante un actor estático como no lo habría (o había) hecho ante el desfile de sus muy reales hij@s (ella degradada a criada y él camino a su ejecución: una muerte social y otra completa). Aceptemos o concedamos que «en la vida» y «en el escenario» hay identificaciones y empatías distintas e incluso divergentes; aun así, no entiendo por qué esa especie de figurante que es el criado, fortuitamente reconocido entre los prisioneros, sería «para el rey» un personaje más teatral que sus hij@s, protagonistas del «espectáculo» montado por Cambises para humillar a papá Psaménito. No digo que no pueda serlo; digo que no parece haber motivos para suponerlo (si se trata de suponer libremente, sin sujeción a anclajes en lo escrito, es otra cosa; pero eso ya no sería “explicación”, sería “versión libre”).

3.

No se puede descartar que la reacción narrada no tenga sentido y que no haya explicación que pueda dárselo; o sea, que estemos ante un falso problema (lo cual le quitaría en este caso a la narración la razón de su inagotabilidad y la capacidad de mantener «sus fuerzas acumuladas» y de «desplegarse pasado mucho tiempo», cual semilla de pirámide egipcia).
Además de ser una sospecha, esa falta de sentido de la combinación empática rey-criado podría verse implicada por una hipótesis. Eso le pasaría, por ejemplo, si hubiese sido generada por una máquina que produce ciegamente combinaciones, con la misma despreocupación por la puntería que puede tener un reloj parado, aunque con menos eficiencia; y con la misma indiferencia por el sentido que puede tener un libro de la combinatoria babélica;*
Copio el final de “Arquitectura fantástica y ‘La Biblioteca de Babel’”, página 548 del libro κηπος, Homejaje a Eduardo J. Prieto (Paradiso, Buenos Aires, 2000), donde Pablo Martín Ruiz dice:

«Pensemos en un libro cualquiera. Por ejemplo, el Quijote. En mi biblioteca hay un ejemplar del Quijote, y también en la Biblioteca de Babel, desde luego, hay un ejemplar del Quijote. Son literalmente idénticos, son radicalmente diferentes. El ejemplar de mi biblioteca está sostenido, está avalado por Cervantes. El de la Biblioteca, por el anónimo, indiferente, inescrupuloso azar. Uno propone un diálogo, el otro propone una suerte de monólogo automático. Supongamos que alguien, por un azar no mayor al que hace que exactamente estas palabras estén impresas en exactamente este lugar de exactamente esta página, toma de la Biblioteca exactamente el Quijote. ¿Podría esa persona leer el Quijote? ¿Podría soportar el vértigo de que en cualquier línea de cualquier página todo pueda desarmarse en letras ilegibles? Y aun si esa debacle no ocurriera, ¿podría alguien terminar de leer el Quijote sin tener la sensación de que lo que leyó es irremediablemente, intolerablemente arbitrario? ¿Podría alguien pasar de la primera línea de un libro sabiendo que cada palabra puede estar en lugar de cualquier otra? Tal vez en la Biblioteca de Babel nadie abra jamás un solo libro, tal vez los libros sean los objetos más insignificantes, los menos existentes de ese mundo, que otros llaman la Biblioteca.»
y con la misma utilidad que una equiparación de Ibn–Sháraf de Berja en “La busca de Averroes”.
Aclarada la reserva, para seguir voy a suponer que tiene sentido la tarea de pensar algo que se acomode a la paradoja psicológica de un rey imperturbable ante la suerte de sus hij@s y perturbado por la de un criado.

Si tenemos en cuenta las necesidades parasitarias del “mayor orgullo”, una humillación que no genera el espectáculo del acuse de recibo del humillado, el reconocimiento de su dolor, puede ser frustrante. Pero la de Cambises fue planeada con riguroso sentido común. A ningún humillador se le hubiera ocurrido intentar doblegar a Psaménito con alguien que está en sus antípodas sociales y jerárquicas, en lugar del martirio social y físico de pares cercanos, afines, como son sus hereder@s, su preciosa descendencia.
Pero el rey no responde como quiere el que lo derrotó: dos hij@s después, amenaza con arruinarle a Cambises la humillación pública que le hizo preparar (como a otros una fiesta). La amenaza se desvanece recién cuando él solo, sin que los persas se lo exhiban especialmente, se topa con uno por quien se supone que no tendría que llorar y llora y se quiebra. Lo hace finalmente, pero les inflige a sus humilladores la victoria consuelo (simbólica y anecdótica) de hacerlo cuando no lo esperan, de hacerles fallar con una marcha triunfal y dos hij@s (que, en esta perspectiva, para el rey valen menos que su chiste póstumo).
Hablo de efectos, no de intenciones; es probable que así haya salido, no que Psaménito haya logrado eso. Tal vez a él también lo sorprendió el llanto: estaba preparado –se había endurecido o sólo «aislado»– para lo más; lo menos tal vez lo agarró desprevenido, lo hizo sentir súbitamente sobreprotegido y no pudo evitar relajarse y llorar. Tal vez lloró lo pendiente (como sugiere la tercera interpretación de Benjamin, pero sin acumulación) o simplemente con puntería desplazada.
Ya que estamos, seamos contrafácticos por un rato. Imaginemos que sí, que de entrada Psaménito sufre las humillaciones que le preparan, como esperan Cambises y todos, persas y egipcios. Cambises deja vivo a Psaménito para que sufra la muerte de sus seres queridos, pero cuando llega el turno de ultimarlo ─imaginemos─ no quiere interrumpir su sufrimiento. Lo deja vivir mientras sufra; ni bien esté mejor lo matará (o sea, cuando ya no sea un favor).

4.

Vuelvo al relato original. El desenlace es más brusco por lo contrastante: ya con nuestra atención puesta en el próximo nivel de la escalada (desfile de vencedores, de hija humillada y de hijo a ejecutar) nos encontramos de pronto cursando el más bajo (criado empobrecido y viejo, en un grupo lateral de prisioneros, que pertenecen más al público que al espectáculo). Dos desmesuras: algo muy contrastante viene a ocurrir muy lejos de cuando y donde se lo espera, que es lejos de aquí y ahora (esta distancia es inversamente proporcional a esa expectativa). La expectativa frustrada alimenta la sorpresa por la empatía o identificación ahí producida, un contacto similar al que entre súbdito y emperador (mensajero mediante) Kafka posterga ad infinitum en “Un mensaje imperial”.


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