Estos tres últimos días anduve modificando el ensayo desprendido de "Naturalezas". Hasta la madrugada del 25 de agosto, la versión era esta:
1.
“Serás lo que debas ser o no serás nada”, se dice que dijo José de San Martín, y Evita lo adaptó al peronismo.
Otro acceso a la nada alternativo al de esa frustración se consuma al revés, cumpliendo uno con el destino que las circunstancias (o detrás de ellas Dios o su naturaleza individual) le impusieron en la vida, como le sucede a ese vengador satisfecho que es el negro devenido en su ajusticiado; leemos en el cuento “El fin”, de Jorge Luis Borges:
Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.Ni antes, cuando hay potencialidad (puede y debe...) o futuro (...llegar a matar a Fierro), ni después, cuando hay pérdida (del «destino sobre la tierra», ...) o pasado (...porque «había matado a un hombre»): en “El fin”, sólo se es en el presente del acto que realiza ese deber ser, que es la bisagra entre dos nadas. Para el negro, es el momento que justifica toda una vida.
2.
Si el negro encuentra su destino/sentido (oportunísimo anagrama) matando a Martín Fierro, el sargento Cruz encuentra el suyo cuando pasa a defenderlo; leemos en “Biografía de Isidoro Tadeo Cruz (1829-1874)”:
En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre.Otros actos epifánicos son menos cruentos. En “Las ruinas circulares”, por caso, luego de que el mago ha introducido en la realidad a su hijo soñado, leemos: «El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis». También es un acto de creación, aunque literaria, lo que en “El milagro secreto” justifica la vida de Jaromir Hladík en un instante perpendicular que al año se entronca de nuevo con la historia de su fusilamiento; luego de resumir la obra inconclusa, el narrador dice:
En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo.La justificación de Hladík es tan privada y secreta como el milagro que la hace posible: «No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía». Trascendencia inmanentista, discurrir atrapado: una justificación de vida que no puede trascender ni como legado para la humanidad superviviente ni como tributo u obsequio al ser trascendente por excelencia, suena a una contradicción en los términos (o un oxímoron o «un ejemplo del monstruo que los lógicos han denominado contradictio in adjecto», como dice Borges de su título “Nueva refutación del tiempo”).* O también: luce como una «magnífica ironía» de aquel a quien «la maestría de Dios» le «dio los libros y la noche» (como a Hladík un año para terminar su obra y ni un instante para divulgarla).
Hladík sabe que el “trabajo para hacer” que le alarga la vida lo llenará sin posibilidad de desbordarlo: sabe que no trabaja para nadie que no sea él –ni para la posteridad humana ni para la eternidad divina. Lo rige una tautología especial: lo suyo no es existir por existir, pero es justificar por justificar.
Las otras justificaciones son todo lo no tautológicas que no puede ser la de Hladík. En “La busca de Averroes”, la elaboración de una trama deja su lugar a la elaboración de argumentos y la justificación recupera su afán póstumo y público: el médico árabe trabajaba en una «obra monumental que lo justificaría ante las gentes: el comentario de Aristóteles». En la borgeana enumeración de «la variedad de temas que abarcan» sus Obras completas - 1923 / 1985, el prologuista Borges incluye este: «mi extraña vida cuya posible justificación está en estas páginas».
Fácilmente se pasa de ser uno justificable como autor de una obra a tener uno, en calidad de personaje, su justificación escrita en un libro (metáfora y modelo de un universo o un destino personal planeados). En “La Biblioteca de Babel” «existen» –el narrador dice haber visto dos– «las Vindicaciones: libros... que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo», aunque «la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero».*
La misma minuciosidad vindicativa profesa en el relato “Deutsches Requiem” su narrador, Otto Dietrich zur Linde: «Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación».
Para el trabajo de sostener un sentido así de infaltable sólo califica Dios: «Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz», ha dicho Otto zur Linde justo antes. La misma necesidad de atención continua tienen para Berkeley «todos los cuerpos que componen la poderosa fábrica del universo», que «no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno», según cita Borges en “Nueva refutación del tiempo”.
Pero además de sostener el sentido de una existencia, puede que la divinidad trabaje en darle su forma más acabada a la existencia de un sentido así (perdón por el juego de palabras, en caso de que resulte ser sólo eso o de que distraiga de lo que pueda estar diciendo). Veamos dos variantes posibles de este segundo trabajo.
2.1
De todas estas justificaciones existenciales se puede decir algo similar a lo que dice Otto zur Linde del «pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas», atribuido a Schopenhauer: «esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad».
En principio, ni las piedras ni las plantas ni los animales tienen una «teleología individual» (es decir, están y/o se creen llamados a cumplir una misión, un propósito, una finalidad) ni participan en roles protagónicos de «un orden secreto» del universo (y sólo excepcionalmente lo hacen en roles secundarios). ¿Por qué? Simplemente porque no practican el prodigio de darse un alter ego inmortal (un alma o un espíritu, por ejemplo) y confundirse con la divinidad.
Esa diferencia entre naturalezas, unas desalmadas y otras divinamente emparentadas, decide si una existencia ha de tener un destino y, con él, un sentido –o sea, una trascendencia de sí– o si sólo será un tautológico y desencantado existir por existir.
2.1.1
Los líquenes, como la mayoría de las cosas que prosperan en medios difíciles, son de crecimiento lento. A un liquen puede llevarle más de medio siglo alcanzar las dimensiones de un botón de camisa. Los que tienen el tamaño de platos, escribe David Attenborough, es «probable que tengan cientos e incluso miles de años de antigüedad». Sería difícil imaginar una existencia menos plena. «Simplemente existen —añade Attenborough—, testimoniando el hecho conmovedor de que la vida existe, incluso a su nivel más simple, por lo que parece, porque sí, por existir.»
Es fácil no reparar en esta idea de que la vida simplemente es. Como humanos nos inclinamos a creer que tiene que tener un objeto. Tenemos planes, aspiraciones y deseos. Queremos sacar provecho constante de toda la existencia embriagadora de la que se nos ha dotado. Pero ¿qué es vida para un liquen? Sin embargo, su impulso de existir, de ser, es igual de fuerte que el nuestro... puede decirse que hasta más fuerte. Si se me dijese que tendría que pasar décadas siendo una costra peluda en una roca del bosque, creo que perdería el deseo de seguir. Los líquenes, en cambio, no. Ellos, como casi todos los seres vivos, soportarán cualquier penalidad, aguantarán cualquier ofensa, por un instante más de existencia. La vida, en suma, sólo quiere ser. [Continúa...]Bill Bryson,
Una breve historia de casi todo
(Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2007;
Capítulo 22, “Adiós a todo eso”, pág. 401)
Ahora es esta:
1.
“Serás lo que debas ser o no serás nada”, se dice que dijo José de San Martín. Evita fue más específica cuando lo adaptó al peronismo. No hay acá predestinación: hay obligación, hay mandato. No está escrito lo que vas a ser, si incluso podés terminar no siendo nada; está escrito lo que debés ser, incumplir lo cual te lleva a la nada tan temida.
Otro acceso a la nada alternativo al de esa frustración se consuma al revés, cumpliendo uno con el destino que le impusieron las circunstancias (o –detrás de ellas– el individuo Dios o el Deus sive Natura de Baruch Spinoza o la naturaleza de uno o la de todos los que son como uno –o sea, alguna fuerza de control que esté en las antípodas del mero azar o del caos). Es lo que le sucede a ese vengador satisfecho que es el negro devenido en su ajusticiado; leemos en el cuento “El fin”, de Jorge Luis Borges (que da la casualidad de que hoy estaría cumpliendo 114 años):
Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.Ni antes, cuando hay potencialidad (puede y debe...) o futuro (...llegar a matar a Fierro), ni después, cuando hay pérdida (del «destino sobre la tierra»...) o pasado (...porque «había matado a un hombre»): en “El fin”, sólo se es en el presente del acto que realiza ese deber ser, que es la bisagra entre dos nadas y el momento que justifica toda una vida.
Si el negro encuentra su destino/sentido (oportunísimo anagrama) matando a Martín Fierro, el sargento Cruz encuentra el suyo cuando pasa a defenderlo; leemos en “Biografía de Isidoro Tadeo Cruz (1829-1874)”:
En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre.De un lado, el moreno espera siete años el duelo en el que finalmente cumple su destino. Del otro lado, a Cruz «lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental», que «agota su historia»; vale decir: él se cruza de manera inesperada con el entrevero en el que «sabe para siempre quién es». Un golpe de suerte lo pone frente a su identidad; al moreno lo pone frente a la suya una paciencia de años, que termina integrando un triunfo rápido muy trabajado.
1.1
En otros actos epifánicos no hay peleas, hay gestación. En “Las ruinas circulares”, por caso, luego de que el mago ha introducido en la realidad a su hijo soñado, leemos: «El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis». También es un acto de creación, aunque literaria, lo que en “El milagro secreto” justifica la vida de Jaromir Hladík en un instante perpendicular que al año se entronca de nuevo con la historia de su fusilamiento; luego de resumir la obra inconclusa, el narrador dice:
En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo.La justificación de Hladík es tan privada y secreta como el milagro que la hace posible: «No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía». Trascendencia inmanentista, discurrir atrapado: una justificación de vida que no puede trascender ni como legado para la humanidad superviviente ni como tributo u obsequio al ser trascendente por excelencia, suena a una contradicción en los términos (o un oxímoron o «un ejemplo del monstruo que los lógicos han denominado contradictio in adjecto», como dice Borges de su título “Nueva refutación del tiempo”).* O también: luce como una «magnífica ironía» de aquel a quien «la maestría de Dios» le «dio los libros y la noche» (como a Hladík un año para terminar su obra y ni un instante para divulgarla).
Hladík sabe que el “trabajo para hacer” que le alarga la vida lo llenará sin posibilidad de desbordarlo: sabe que no trabaja para nadie que no sea él –ni para la posteridad humana ni para la eternidad divina. Lo rige una tautología especial: lo suyo no es existir por existir, pero es justificar por justificar.
1.2
Las otras justificaciones son todo lo no tautológicas que no puede ser la de Hladík. En “La busca de Averroes”, la elaboración de una trama deja su lugar a la elaboración de argumentos y la justificación recupera su afán póstumo y público: el médico árabe trabajaba en una «obra monumental que lo justificaría ante las gentes: el comentario de Aristóteles». En la borgeana enumeración de «la variedad de temas que abarcan» sus Obras completas - 1923 / 1985, el prologuista Borges incluye este: «mi extraña vida, cuya posible justificación está en estas páginas».
Fácilmente se pasa de ser uno justificable como autor de una obra a tener uno, en calidad de personaje, su justificación escrita en un libro (metáfora y modelo de un universo o un destino personal planeados). En “La Biblioteca de Babel” «existen» –el narrador dice haber visto dos– «las Vindicaciones: libros... que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo», aunque «la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero».*
La misma minuciosidad vindicativa profesa en el relato “Deutsches Requiem” su narrador, Otto Dietrich zur Linde (que es otro cuyo sentido se juega en un duelo): «Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación». Para el trabajo de sostener un sentido así de infaltable y abarcativo sólo califica Dios: «Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz», ha dicho Otto zur Linde justo antes.
La misma necesidad de atención continua tienen para Berkeley «todos los cuerpos que componen la poderosa fábrica del universo», que «no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno», según cita Borges en “Nueva refutación del tiempo”.
2.
De todas estas justificaciones existenciales se puede decir algo similar a lo que dice Otto zur Linde del «pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas», atribuido a Schopenhauer: «esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad».
En principio, ni las piedras ni las plantas ni los animales tienen una «teleología individual» (es decir, están y/o se creen llamados a cumplir una misión, un propósito, una finalidad) ni participan en roles protagónicos de «un orden secreto» del universo (y sólo excepcionalmente lo hacen en roles secundarios). ¿Por qué? Simplemente porque no practican el prodigio de darse un alter ego inmortal (un alma o un espíritu, por ejemplo) y confundirse con la divinidad.
Esa diferencia entre naturalezas, unas desalmadas y otras divinamente emparentadas, decide si una existencia ha de tener un destino y, con él, un sentido –o sea, una trascendencia de sí– o si sólo será un tautológico y desencantado existir por existir.
2.1
Lo de tautológico puede ser sólo descriptivo, pero lo de desencantado ya es una opinión. Una opinión propia de quien necesita –y considera necesario– que haya un para qué en el existir, una razón de ser, antes incluso de ponerse a buscar razones para poder afirmarlo (o creyendo que su ansiedad es una: no importa si eso es o no es así; basta que necesitemos lo suficiente que lo sea –para no desmotivarnos, por ejemplo).
Pero sobre ese existir por existir hay otras opiniones. Para David Attenborough, por ejemplo, es un «hecho conmovedor», del que dan testimonio los líquenes con su vida. Quien lo cita y lo glosa, Bill Bryson, se muestra comprensivo con el animal cultural que no repara «en esta idea de que la vida simplemente es»:
Los líquenes, como la mayoría de las cosas que prosperan en medios difíciles, son de crecimiento lento. A un liquen puede llevarle más de medio siglo alcanzar las dimensiones de un botón de camisa. Los que tienen el tamaño de platos, escribe David Attenborough, es «probable que tengan cientos e incluso miles de años de antigüedad». Sería difícil imaginar una existencia menos plena. «Simplemente existen —añade Attenborough—, testimoniando el hecho conmovedor de que la vida existe, incluso a su nivel más simple, por lo que parece, porque sí, por existir.»
Es fácil no reparar en esta idea de que la vida simplemente es. Como humanos nos inclinamos a creer que tiene que tener un objeto. Tenemos planes, aspiraciones y deseos. Queremos sacar provecho constante de toda la existencia embriagadora de la que se nos ha dotado. Pero ¿qué es vida para un liquen? Sin embargo, su impulso de existir, de ser, es igual de fuerte que el nuestro... puede decirse que hasta más fuerte. Si se me dijese que tendría que pasar décadas siendo una costra peluda en una roca del bosque, creo que perdería el deseo de seguir. Los líquenes, en cambio, no. Ellos, como casi todos los seres vivos, soportarán cualquier penalidad, aguantarán cualquier ofensa, por un instante más de existencia. La vida, en suma, sólo quiere ser. [Continúa...]Bill Bryson,
Una breve historia de casi todo
(Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2007;
Capítulo 22, “Adiós a todo eso”, pág. 401)
Sacado el ser humano de la mitología de ese linaje divino y ubicado el homo sapiens en la ínfima ramificación que le corresponde en el Árbol de la Vida, vemos que en su fuerza está su debilidad: criatura cultural y simbolizadora como se hizo, no puede actuar ni desear actuar sin un sentido, «un objeto» (sea de corto, mediano o largo plazo). El «impulso de existir» de un liquen prescinde de esos estímulos exquisitos.
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