A la mañana le hice al ensayo unos cambios que recién terminé de retocar mínimamente. Desde el tercer párrafo, lo que publiqué ayer a la tarde decía esto:
Luego, más que una adivinanza, frente al frasco con gomitas hacemos una estimación. O en todo caso: si la hacemos, no nos da lo mismo dar una respuesta u otra, como ocurre en una adivinanza; habrá una infinitud de respuestas descartadas a cada lado del rango de candidatas (en uno de los sentidos, la infinitud descartada incluirá cifras negativas: no hay 2 gomitas, no hay 1 gomita, no hay 0, no hay –1, no hay –2, etc.).
Imaginemos ahora que nos piden predecir cuántas gomitas pondrá X en el frasco o adivinar cuántas puso en un frasco que se nos oculta detrás de un biombo. La “sabiduría de la multitud” vuelve a ser tan boba como ante magnitudes inasimilables. De nuevo, el máximo de libertad de acción coincide con la mera contingencia. Con la particularidad de que acá hay necesidad de ser eficientes, de arrimarse a un acierto. Y nuestro acierto tendrá una aleatoriedad proporcional a nuestra impreferencia por dar una respuesta u otra. De ahí que el promedio de las respuestas de un grupo tenga un poder descriptivo (estimativo, no adivinatorio) y no uno predictivo.
Resumo. Cuantas menos (buenas) razones tengamos para jugarnos por una respuesta, menos se parecerá el promedio a la correcta. Ésa es la razón del fracaso de un promedio de predicciones o uno de estimaciones engañadas o a ciegas.
Ahora dice esto:
Luego, más que una adivinanza, frente al frasco con gomitas hacemos una estimación. O en todo caso: si la hacemos, no nos da lo mismo elegir una respuesta u otra, como debería darnos al adivinar (los favoritismos cabalísticos o afines no cuentan); habrá una infinitud de respuestas descartadas a cada lado del rango de candidatas (en uno de los sentidos, la infinitud descartada incluirá cifras negativas: no hay 2 gomitas, no hay 1 gomita, no hay 0, no hay –1, no hay –2, etc.). En cambio, si juego a adivinar no tengo por qué descartar nada de antemano.
Imaginemos ahora que nos piden predecir cuántas gomitas pondrá X en el frasco o adivinar cuántas puso en un frasco que se nos oculta detrás de un biombo. En ambas situaciones, la “sabiduría de la multitud” vuelve a ser tan boba como ante magnitudes inasimilables. El promedio describe, no adivina ni predice. O también: una cosa es estimar lo que hay; otra, adivinar lo que hay pero no se ve o lo que va a haber. No hay razones que le disminuyan al que adivina la libertad de elegir una respuesta, como tampoco al que apuesta a cara o a ceca. De nuevo, el máximo de libertad de acción coincide con la mera contingencia.
Calcular nos hace preferible una respuesta (la del resultado); estimar, un rango de respuestas; adivinar, cualquier respuesta y ninguna, es decir: ahí ya no hay preferencia, como tampoco en el azar. Las tres operaciones pueden acertar, aunque con probabilidades descendentes y aleatoriedad ascendente.
Cuanto mejor sea nuestra estimación, más alta será nuestra probabilidad de acertar o aproximarnos mucho y, si sucede, la aleatoriedad del acierto (el acertar de pedo). Por arriba del estimar está el calcular y por debajo el adivinar. De ahí que el promedio de las respuestas de un grupo tenga un poder descriptivo (estimativo, no adivinatorio) y no uno predictivo.
Resumo. Cuantas menos (buenas) razones tengamos para jugarnos por una respuesta, menos se parecerá el promedio a la correcta. Ésa es la razón del fracaso de un promedio de predicciones o uno de estimaciones engañadas o a ciegas.
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