Acabo de dividir en secciones el ensayo para que se separe mejor lo que escribí directamente en el editor de Blogger ayer a la tarde, agregado al que era hasta ayer el final. Así se veía el ensayo:
Por una parte, la casuística alucinatoria está llena de vulnerables negadores o engañados, sujetos comunes que se creen indestructibles. Por otra parte, las fantasías míticas y las ficcionales abundan en personajes invulnerables y conscientes de su poderío, como muchos de los que creen ser los del primer tipo.
Unos y otros, por razones y con suertes distintas, no experimentan miedo. Veamos dos cruzas de invulnerables que sí; el saber de contar con ese poder hará inconsistente un temor y su ausencia hará consistente el otro.
Caso 1: X ignora que es invulnerable. Además, es minuciosamente hipocondríaco y paranoico. X sufre el temor a lo que no sabe que no puede sufrir; teme la amenaza de lo que desconoce inofensivo, como le es todo lo que conoce. Al margen de la hipertrofia, sus tormentos son tan coherentes como los de un vulnerable.
Caso 2: X sabe que es invulnerable. Pero igual es minuciosamente hipocondríaco y paranoico. Acá X sufre el temor a lo que sabe que no puede sufrir. El absurdo hace visible la dependencia en cuyo daño consiste, la que tiene el deseo –el temor es su negativo– respecto del saber (o más bien respecto de su falta). Dejo el tema para otro ensayo.
Rellenemos. En el reparto de ventajas y desventajas, al mismo tiempo que se le otorga a X la invulnerabilidad (se lo anoticie o no), se le impone padecer la visión de los desenlaces catastróficos de cada situación que atraviesa. No puede cruzar unas vías sin verse –con absoluta nitidez e intensidad– atropellado por el tren. No puede tomar agua sin verse atragantado. Nunca cree que volverá a despertarse.
En el caso 2, X a la vez sabe que está blindado contra esas y todas las posibilidades letales. El saber de lo más ventajoso es el más inútil de los que tiene, y su pánico la respuesta más engañada de las que da. Si además de este momento paradójico X tuviera un desarrollo, esa inutilidad disminuiría a medida que su respuesta emocional tendiese a la indiferencia, la menos engañada que puede tener ante la visión de catástrofes inofensivas.
El caso 1 hace meramente infeliz a X el desconocedor, como lo haría con cualquier ser genuinamente vulnerable.
No me interesa la ironía del inmortal que teme morir, sino el hecho de que eso requiera que desconozca su invulnerabilidad, y la demostración indirecta de ese hecho en la paradoja del que teme que le ocurra (o que le haya ocurrido) lo que sabe y cree que no puede ocurrirle (o que no pudo haberle ocurrido). Y más que del saber (o de la creencia), se trata de la emoción de la que nos dota: la confianza de una certeza o la de una certidumbre, que se repelen recíprocamente con la emoción del miedo. Como mucho, puede haber certeza en la vecindad del momento sobre el que hace foco el temor, pero no certidumbre ahí mismo, en el momento temido. Y si hay un saber de lo temido es que hay una disfunción de la metamemoria: por negación o por insolvencia, no hay un saber de ese saber, que entonces no genera ningún representante emocional (o al menos uno lo suficientemente fuerte) para discutir la respuesta a dar, y por mucho que ‘sepamos’ que no hay un monstruo debajo de la cama reaccionamos como si lo hubiera.
Así se ve ahora:
1.
Por una parte, la casuística alucinatoria está llena de vulnerables negadores o engañados, sujetos comunes que se creen indestructibles. Por otra parte, las fantasías míticas y las ficcionales abundan en personajes invulnerables y conscientes de su poderío, como muchos de los que creen ser los del primer tipo.
Unos y otros, por razones y con suertes distintas, no experimentan miedo. Veamos dos cruzas de invulnerables que sí; el saber de contar con ese poder hará inconsistente un temor y su ausencia hará consistente el otro.
Caso 1: X ignora que es invulnerable. Además, es minuciosamente hipocondríaco y paranoico. X sufre el temor a lo que no sabe que no puede sufrir; teme la amenaza de lo que desconoce inofensivo, como le es todo lo que conoce. Al margen de la hipertrofia, sus tormentos son tan coherentes como los de un vulnerable.
Caso 2: X sabe que es invulnerable. Pero igual es minuciosamente hipocondríaco y paranoico. Acá X sufre el temor a lo que sabe que no puede sufrir. El absurdo hace visible la dependencia en cuyo daño consiste, la que tiene el deseo –el temor es su negativo– respecto del saber (o más bien respecto de su falta). Dejo el tema para otro ensayo.
1.1
Rellenemos. En el reparto de ventajas y desventajas, al mismo tiempo que se le otorga a X la invulnerabilidad (se lo anoticie o no), se le impone padecer la visión de los desenlaces catastróficos de cada situación que atraviesa. No puede cruzar unas vías sin verse –con absoluta nitidez e intensidad– atropellado por el tren. No puede tomar agua sin verse atragantado. Nunca cree que volverá a despertarse.
En el caso 2, X a la vez sabe que está blindado contra esas y todas las posibilidades letales. El saber de lo más ventajoso es el más inútil de los que tiene, y su pánico la respuesta más engañada de las que da. Si además de este momento paradójico X tuviera un desarrollo, esa inutilidad disminuiría a medida que su respuesta emocional tendiese a la indiferencia, la menos engañada que puede tener ante la visión de catástrofes inofensivas.
El caso 1 hace meramente infeliz a X el desconocedor, como lo haría con cualquier ser genuinamente vulnerable.
1.2
No me interesa la ironía del inmortal que teme morir, sino el hecho de que eso requiera que desconozca su invulnerabilidad, y la demostración indirecta de ese hecho en la paradoja del que teme que le ocurra (o que le haya ocurrido) lo que sabe y cree que no puede ocurrirle (o que no pudo haberle ocurrido). Y más que del saber (o de la creencia), se trata de la emoción de la que nos dota: la confianza de una certeza o la de una certidumbre, que se repelen recíprocamente con la emoción del miedo. Como mucho, puede haber certeza en la vecindad del momento sobre el que hace foco el temor, pero no certidumbre ahí mismo, en el momento temido. Y si hay un saber de lo temido es que hay una disfunción de la metamemoria: por negación o por insolvencia, no hay un saber de ese saber, que entonces no genera ningún representante emocional (o al menos uno lo suficientemente fuerte) para discutir la respuesta a dar, y por mucho que ‘sepamos’ que no hay un monstruo debajo de la cama reaccionamos como si lo hubiera.
2.
Lo anterior puede verse también como una demostración por el absurdo de la imposibilidad de que haya emociones que no dependan de (o presupongan) saberes o creencias; la imposibilidad, en definitiva, de que haya emociones puras, absolutamente autónomas, vueltas entes, protoespíritus.
En la fantasía temerosa que ese absurdo desmiente, una emoción posee a una persona (se apodera de su voluntad) como se decía –y todavía se dice, pero ahora no es oficial– que lo hacía un espíritu demoníaco. Aquella metáfora y esta creencia son el testimonio o la evocación de una derrota, la del territorio que sufrió la infección, invasión, intrusión, usurpación, ocupación de parte de una emoción moderna (tendrá sus causas) o de un espíritu (al voleo o dirigido para purgar culpas, pagar deudas y castigar ofensas, o sea, para confirmar y sostener un código y lo que en él apoye una comunidad o una sociedad).
En este mito, la gendarmería superada fue la razón: el dominio de los saberes y de los cálculos que conducen a nuevos saberes o que los producen. Las creencias tienen un pie en este dominio (se organizan argumentalmente...) y otro en el de las irracionales emociones (...sin mucho rigor) que nos vienen, poseen y dirigen, que nos hacen impulsivos y/o padecientes.
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