Diversos y dispersos cambios, hechos entre anteayer a la tarde y recién. Así era el ensayo en su versión 2.0.0, desde la mañana hasta la tarde del 27 de agosto:
“La historia de cualquier parte de la Tierra, como la vida de un soldado, consiste en largos períodos de aburrimiento y breves períodos de terror.”
Derek V. Ager, geólogo británico
Epígrafe de la parte IV, “Un planeta peligroso”, de Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson*
Catherine Manoukian en “Women of Music”.*
1.
Como en el epígrafe de Zambullidas, el primer epígrafe de su cuarto ensayo aniversario muestra una desproporción (allá, espacial –«infinita» ciénaga versus «pequeña turbulencia»–; acá, temporal) entre dos extremos de intensidad: baja, la relajación relativa de los «largos períodos de aburrimiento», que hace juego con la plancha de la «ciénaga infinita»; alta, los sobresaltos de los «breves períodos de terror», que hacen juego con la excitación de los ataques de entusiasmo.
Las intensidades de alturas similares difieren de un epígrafe al otro. La calma siempre sospechosa de los procesos geológicos y de los intervalos bélicos es procesión que va por dentro, acumulación silenciosa de tensiones destinadas a liberarse con la brevedad y el estrépito de las urgencias postergadas. En cambio, la calma chicha de la ciénaga es mera falta de actividad, sin desarrollo: es la inercia de una inacción que no gesta las interrupciones que sufre.
Entre las intensidades altas la diferencia (o tal vez sólo mi interés) es mayor. Si no para la Tierra o cualquiera de sus partes, al menos para el soldado el terror es (la emoción de) una reacción ante un cambio de inercia indeseable (concretamente, ante la amenaza de un alto riesgo de muerte en lo inmediato, la sensación desasosegante de su inminencia frente a una novedad de desenlace incierto o negado). Por su parte, el entusiasmo que ataca al hombre de Kafka es una acción para producir algún cambio deseado (concretamente, para salir de la apatía inercial que lo empantana).
Sobre esta diferencia se monta la que me interesa: la motivación que no es necesaria para reaccionar es necesaria para actuar, para entrar en acción y sostener el interés. La expansión motivacional del entusiasmo puede que luzca mejor con el alto contraste de la apatía dominante que viene a interrumpir. Pero si privilegiamos lo funcional a lo estético debemos decir que ese alto contraste quiere privar de razón de ser al entusiasmo, además de empequeñecer su gigantismo emocional. Veamos por qué.
1.1
Volvamos al carácter excepcional –o al menos de frecuencia baja: «a veces»– que tienen en el epígrafe de Kafka el entusiasmo que ataca al hombre-ciénaga y la metafórica rana que se zambulle «en un punto no determinado» de la ciénaga-hombre. Volvamos también a la asimetría desaforada que hay entre la infinitud de la ciénaga y la pequeñez de la rana (significada indirectamente por la pequeñez de la turbulencia que produce, de modo que a la rana la imaginaríamos así aun si no supiéramos qué es). Agreguemos la brevedad del ataque y de la zambullida (el tamaño de lo que quedó en episodio) y la cortedad de sus efectos (el tamaño de su trascendencia, la sobrevida de sus huellas).
La rareza, la pequeñez material, la brevedad episódica y la cortedad de su registro (la velocidad de su borramiento): todas estas disminuciones se aplican a jibarizar a uno de los eventos humanos más energéticos. El entusiasmo, con todo lo inmenso e incesante que se ve al lado de rutinas y apatías, es diminuto y fugaz visto a la escala del universo de interacción en el que interviene, en el que es un evento, una jugada del juego. A esa escala, sus diferencias con acometidas de mediana o baja intensidad se pierden de vista. (A escala humana, una ballena en el mar es una monstruosidad dentro de otra; a escala oceánica, apenas otro pequeño zambullista.)*
1.2
La reperspectivización coloca al entusiasmo en el barrido del Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». La evanescencia de tanto empeño atenta contra su sentido, si lo queremos o necesitamos imperecedero e indestructible. El ninguneo trepa al título: “Episodio sin consecuencias”, le puso un editor al escrito de Kafka en la versión que usé.* Esa falta es la razón esgrimida para aquella vanidad con estructura de vacuidad: un episodio sin consecuencias es tan fantasmático como un cuerpo sin reflejo o sin sombra (o una acción sin efecto, que será fantasmal pero al menos consistente, no como un efecto sin acción). Y un fantasma efímero no parece un candidato muy atractivo para el cargo de ser algo por lo que valga la pena moverse (y mejor si además provoca esforzarse, interesarse, entusiasmarse, apasionarse, enamorarse, etc.). Al que de todos modos lo elija como sentido de vida le insistirán que no tiene sentido confiar su salud existencial a algo que está a punto de perderse sin dejar rastros. Así de tenue se ve desde ese maximalismo el entusiasmo, que visto desde pretensiones menores no deja de ser (el modo de encare de) uno de los actos con mayor intensidad de que seamos capaces, uno de los vínculos más fuertes, de mayor compromiso, que podamos tener con el actuar (gracias a que así lo independizamos de contraprestaciones: no somos interesados; estamos interesados).
2.
Mínima o medianamente, si participamos de una cultura debemos involucrarnos y comprometernos en proyectos para hacer uso de los conocimientos y habilidades acumulados de generación en generación. Debemos creer en esos proyectos: debemos creer en el sentido de esos proyectos, y para eso necesitamos motivos para actuar. Esa motivación es el sentido, sea que pensemos que la vida tiene uno o que no pero que soporta el que uno le dé (como “el papel aguanta lo que le pongan”, como decía mi abuela Akiska). Mínima o medianamente, debo tener una aceptación casi contractual del hecho (insisto: sea independiente o sea derivado de mis necesidades, deseos e intervenciones) de que tiene sentido lo que hago, de que vale la pena hacerlo en lugar de no hacer nada (opción de mínima, precisamente).
Por debajo de ese mínimo está la apatía; por arriba de esa media, la pasión. Acá, los extremos no se tocan; más bien se repelen: la acción de un entusiasmado es incompatible con un descreído, un escéptico del sentido, como ser feliz es incompatible con ser apático.
2.1
No se trata de que te suceda o de que hagas algo, sino de que lo experimentes, ya sea que te suceda o que lo hagas. Experimentarlo significa que registres esa interacción con el medio y que la metabolices simbólicamente: que le des un sentido y un valor (en definitiva, alguna significancia).
Cada experiencia es única en razón de que es una mezcla única de cuánto se habla ahí (además de cómo y qué) de lo que se experimenta (o sea, de la interacción) y cuánto del que experimenta (o sea, de su metabolismo simbólico).
Por lo demás, la intensidad de esos registros es escalable: desde el grado cero del gorila inadvertido o del color rojo para un ciego de nacimiento, hasta grados tan altos como los de un orgasmo, un éxtasis o un trance. De estas alturas habla Catherine Manoukian.
2.2
Una inmersión lúcida y una confianza ciega en “lo que está sucediendo” y en su sentido (que no es lo mismo que en sus resultados, ya sean logros o éxitos) son las dos entregas de sí y presencias plenas –en tiempo y forma– que a Manoukian le hacen asimilar estos trances a los religiosos (y no en razón, por ejemplo, de que compartan la creencia en un ser superior o en una condición supranatural de lo humano).
El entusiasmo es la memoria de estas intensidades fuertes trabajando ahora, en la expectativa de volver a experimentarlas, en el mantenimiento o el incremento del interés. La felicidad se define en relación con el futuro al que apuntan esas expectativas de bienestar y satisfacción; el gozo, en relación con el presente donde se cumplen (en la buena o mala medida de lo posible).
Puede ser árido funcionar sin gozo: sin alegrías, sin momentos felices (que en distribución, intensidad y fugacidad se parecen al entusiasmo esporádico –un “ataque”–, a la zambullida que se le parece, y al breve terror de los soldados que se venían aburriendo). Pero más árido debe ser funcionar habiendo perdido la esperanza –y antes la expectativa– de estar mejor: sin al menos una ilusión de felicidad con la que uno pueda soñar, algo que alimente un deseo de seguir y, en el mejor de los casos, de “estar interesado al punto de amar las cosas” (condición para ser feliz).
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