Y ahora dice esto, con muchos cambios en los primeros párrafos:
Ante la Ley hay un guardián. Custodia esa entrada hace años. Sabe que está hecha para uno solo, que todavía no vino. Sabe también que ningún otro podría venir, lo que para él explica que absolutamente nadie le haya pedido entrar en todos estos años. Lo imagina como si todos los demás caminos que pueden conducir a esa puerta no existieran o estuvieran bloqueados (la misma exclusividad destinada de la espada Excalibur clavada en un yunque, que se resistió a los nobles comedidos mientras esperaba que la empuñara Arturo).
Hay cosas que el guardián no puede saber y se limita a suponer, apoyado en algún razonamiento. Por ejemplo, cree que lo que está vigilando no puede ser la puerta de la Ley, porque no ve razonable suponer que haya justicia para uno solo (por mucho que pueda halagarlo imaginarse el guardián de la Ley).
Los que no acuden por esta entrada, ¿van todos (o sólo varios) por otra o cada uno por la suya (situación en la que todos los caminos no conducen a un mismo punto –Roma o la muerte–, sino cada uno al propio)? En la primera opción, su caso es una excepción, tal vez única; en la segunda, es la regla.
En ambas, cuanto más reducido sea el universo de los que tienen su puerta asignada, más poderosos cabe esperar que sean. Y, a la inversa, si cuanto menos reducido, menos privativo de poderosos es ese universo, hasta un campesino podría ser el destinatario de una puerta como la que custodia el guardián.
Además de confiar que existe, el guardián no conoce nada del individuo al que espera: ni su identidad ni su posición social ni alguna seña particular o rasgo característico. Pero puede que tampoco lo necesite. Para el guardián, la tarea de reconocer al Arturo de esa puerta está simplificada al máximo (o sea, se las arregla con lo mínimo): X el destinado será el –primero y único– que logre arrimarse hasta esa entrada.
Hasta ahora están empatados: ni X ni nadie ha venido a pedir pasar por ahí. La diferencia es futura y modal: mientras los otros no podrían venir aun si quisieran, X sí. En definitiva, sólo uno puede venir a interrumpir la perfecta soledad del guardián, que no puede saber quién ni cómo es hasta que no llegue.
En realidad, tampoco puede saber si efectivamente el sujeto va a llegar. Se podría agregar que tampoco si aún vive; se podría pensar que X bien podría haber muerto y el guardián estar esperando en vano desde entonces y por el resto de sus días, si no se entera (destino de patrulla perdida). Pero al guardián le parece razonable suponer que la Ley no va a desperdiciar así a un funcionario y en caso de defunción del destinado cancelaría el destino y el servicio. Si esto es así, esa puerta –sea una o la única– está tan abierta como la posibilidad de que su destinado la cruce (o sea, que se presente ante el guardián y que reciba la autorización para pasar –lo primero es más probable que lo segundo).
Pero para verlo venir, además de con vida el tipo tiene que andar con deseos o necesidad de atravesar esa puerta. “¿No es que todos quieren acceder a la Ley?”, podemos imaginar que se impacienta el guardián penelopeano.
No sabemos si él es el primer centinela de ese umbral o si en su momento vino a reemplazar a otro, que tal vez tampoco fue el primero y se jubiló o murió mientras esperaba una visita que sigue sin llegar. Y tampoco sabemos si este será el último u otro lo reemplazará, por si hace falta aclararlo. Se supone que, mientras el destinado viva, sigue siendo posible que a uno le toque recibirlo, denegarle hasta nuevo aviso el acceso y, si X muere esperando el cambio de orden, cerrar la puerta e irse.
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