Cambié la división del ensayo y la numeración de las partes, además de hacer algunos agregados y reemplazos menores en el contenido. También le agregué el subtítulo "(Engaños II)". Lo más fácil va a ser reproducir los dos estados. Antes de leía esto:
1.
No le faltan lecturas alegóricas ni desciframientos suspicaces al cuento que Franz Kafka publicó con el título “Ante la ley” e incluyó sin título en el penúltimo capítulo de El proceso, novela inconclusa publicada después de su muerte (las citas serán de esta edición). Pero tampoco le faltan lectores que, en lugar de atribuirle a ese breve y denso universo de datos un significado trascendental o alguna pieza que consideran faltante o escondida, buscan distinguir las figuras que forman las redes de implicaciones, afinidades y diferencias que se arman ahí, según las intentan demostrar con sus análisis. (Es como un drawing by numbers, pero poniéndoles uno mismo los números de cada secuencia a los datos seleccionados, como hacen con las estrellas los que dibujan constelaciones en el cielo.)
Sin ir más lejos, el sacerdote que en El proceso cuenta la historia y después la comenta podría ser uno de estos lectores: tanto en sus observaciones como en la exposición de las de otros glosadores, lo que importa es siempre qué se puede implicar o deducir (qué «tan lejos» se puede llegar infiriendo) a partir de lo que se dice y de lo que no se dice en el relato.
2.
Todo ese celo de fundamentación, instrumentado para prevenir el error o el engaño, es exigido precisamente en una conversación nacida de y acerca del engaño (más precisamente, el creer –engañarse– y/o hacer creer –engañar– que lo que no es es o lo que es no es, parafraseando a Aristóteles). La parte de la conversación dominada por ese tema se abre con la introducción de una parábola canónica y se cierra con la enunciación de su enseñanza. Repasemos ese arco.
En la apertura, el sacerdote, que no se deja sobornar por un elogio, le dice a K que se engaña respecto del tribunal y, como Jesús, para argumentarlo recurre a una historia parangonable. En el medio la debaten, sin tocar el parangón que la motivó. En el cierre –de la conversación y del capítulo–, K repite el engaño de la apertura (no ha aprendido nada); a cambio, esta vez el sacerdote le da la moraleja sobre el tribunal (o la Ley o la justicia): «...no quiere nada de ti. Te recibe cuando llegas y te despide cuando te vas», como el guardián al paisano y el capellán de la prisión al acusado Josef K.
2.1
Ni bien termina la narración que pretendía desengañarlo sobre el tribunal, K se engaña sobre el guardián que está ante la Ley. Las dos faltas que le achaca son omisiones. Primero lo acusa de engañar al campesino, por no decirle antes que esa puerta estaba hecha sólo para él (esta fundamentación la ofrece K después de recibir su primera objeción con la primera muestra del apego textual que –junto al rigor para hacer implicaciones– debería regir el debate, según el capellán: «Allí no se habla de engaño»). En segundo lugar, K acusa al guardián de incumplir su deber, por no haber dejado pasar al hombre por la puerta que le estaba destinada.
Las dos omisiones culpables son de iniciativas, como si el guardián –según objeta también el sacerdote– debiera dar una información que no le piden (fuera de las que completan, combinadas con su apariencia física, el cuadro de disuasión y las condiciones del juego) y como si pudiera dar una autorización que no le dieron (es decir, como si él no debiera esperar la orden de permitir, tanto como el campesino el permiso).
Esta objeción a la segunda imputación de K no es exactamente la que presenta el sacerdote, pero ya está implícita en la que le hace a la primera: decir que «sólo era guardián» implica excusarlo de tener iniciativas por fuera de su deber, como habría sido la de autorizar ese ingreso por cualquier razón distinta de una orden recibida. Tal vez por eso el tema que desarrolla el sacerdote en su respuesta a esta pretensión de K es el de los límites del deber y los movimientos del guardián dentro o fuera de ellos. Repasemos esa respuesta.
Empieza con un segundo reproche por las licencias interpretativas de K («No tienes suficiente respeto por los escritos y alteras la historia»). Sigue con una defensa –presumiblemente propia– de la decisiva consistencia lógica del combo destinación exclusiva de entrada-prohibición pertinaz de acceso («Si... hubiera una contradicción, tendrías razón, y el guardián habría engañado al hombre»). Y finalmente se explaya sobre las fortalezas y debilidades del guardián en el cumplimiento de su función, para lo cual expone varias interpretaciones ajenas que a veces difieren entre sí y siempre con la que tiene K («En todo caso, la figura del guardián asume un aspecto distinto del que crees», redondea triunfal el sacerdote; K lo acepta reconociendo dos factores cruciales para una lectura más sólida: «Tú conoces la historia con más precisión que yo, y desde hace más tiempo»).
De lo que se dice ahí sobre el guardián, el sacerdote expone implicaciones que pueden complementarse pero también disentir, incluso rivalizar. Por ejemplo, una puede sostener que su atadura a la Ley lo hace inferior al visitante libre y de espera voluntaria; otra, que lo hace superior. La reperspectivización que suelen hacer las narraciones kafkianas barajando y dando de nuevo hechos y circunstancias, se hace acá maniobrando con razones y argumentos.
2.2
Según el capellán y otros glosadores, el guardián rebasa los límites de su deber «al anunciarle al hombre la posibilidad de una futura admisión». A semejante inconducta la «tornan comprensible» ciertos «rasgos de carácter» que «debilitan la vigilancia de la entrada». Por un lado, de él para arriba, están «la simplicidad y la presunción», que enturbian su –aun así– correcto entendimiento «acerca de su poder y del poder de los otros guardianes». Por otro lado, de él para abajo, está su naturaleza amistosa, paciente y compasiva para con el campesino.
Si se me permite terciar en el debate (o interrumpir su análisis por uno del cuento), ahí el guardián no hace un anuncio (no toma una iniciativa): responde una pregunta, y tan honestamente como puede. Para usar la letanía del exégeta clerical: «la historia no cuenta» (o «al menos no se lee nada al respecto» o «tampoco se informa» o «no muestra mediante ninguna declaración» o «allí no se habla de») cuál era el deber exacto del guardián. Luego, sólo podemos aventurar inferencias a partir de lo que sí cuenta. El capellán arriesga la suya, con especial cautela: «Parece que, en aquella época, su único deber era rechazar al hombre».
Pero ese rechazo no es lo único que le vemos hacer escrupulosa y sistemáticamente al guardián: tampoco deja nunca de satisfacer la curiosidad del campesino, por la que incluso lo llega a desafiar («Si tanto te atrae, intenta entrar, a pesar de mi prohibición»). Prueba de ello son las respuestas a las dos preguntas narradas (la cita que introduce la segunda permite suponer que hubo más: «Antes de su muerte, en su cabeza, el conjunto de experiencias de todo ese tiempo confluye en una pregunta que aún no le había formulado al guardián»).
Por esa última respuesta, recordemos, K acusa al guardián de haber engañado al hombre; por la primera, la que sigue a la primera denegación de acceso, el sacerdote y otros sospechan que fue «más allá de su deber». Ambas partes ven un error de iniciativa (por omisión, en un caso; por acción, en el otro) ahí donde sólo hay un servicio inmejorablemente cumplido. Es lo que el propio sacerdote le reprocha no entender a K: «...piensa además que sólo era guardián y que, en cuanto tal, ha cumplido con su deber». Eso mismo podría decírseles a los «muchos intérpretes del escrito» que «se admiran de que el guardián haya hecho simplemente esa alusión» sobre una posible futura admisión, porque desentona con alguien que «parece amar la exactitud y cumple rigurosamente su función». Detengámonos dos párrafos a cuestionar esa disonancia y las expectativas que frustra.
2.2.1
Los paliativos de darle un taburete al hombre para que espere sentado y de hacerle «preguntas apáticas» son iniciativas que puede tener el guardián porque no afectan su servicio. Pero en lo que respecta al acceso, el guardián obedece, no decide; actúa limitado por lo que se le permite hacer, ya desde su respuesta al primer pedido: «...dice que en ese momento no puede permitirle el ingreso». Ese profesional bloqueo de iniciativa, ese impedimento para autorizar a voluntad que caracteriza a quien «le parece el único obstáculo para ingresar a la ley», es algo que parece no registrar el rechazado, que «les pide también a las pulgas que lo ayuden y que consigan que el guardián cambie de opinión», como si de él dependiera su suerte.
Registrada o no, lo cierto es que en razón de esa limitación de oficio el guardián no puede saber si más tarde se lo autorizará a entrar al campesino; ni es quien toma la decisión ni se dice que sea una decisión tomada, de la que él pueda haberse enterado y esté fingiendo desconocerla en cada «ahora no» que contesta. Resumiendo: no sólo el solicitante debe recibir el permiso; antes debe recibirlo el guardián, que es quien se lo debe dar. Esa posibilidad está tan abierta como la puerta que se le destina, y posibilidad y puerta se cierran juntas con la muerte de su malogrado beneficiario.
2.3
Salvo que nos atasquemos en una de esas conjeturas tan indemostrables como irrefutables, no hay nada –ni citas textuales ni deducciones no antojadizas– que nos permita afirmar que el guardián sabía desde el primer día (o a partir de cualquier otro) que ese permiso nunca llegaría. Siendo así, no podía contestar “no, nunca” en lugar de «[no sé,] es posible, pero ahora no». Y con el resultado puesto, ni siquiera se nos ocurriría conjeturar que sabía que ese momento sí llegaría (a menos que entonces redoblemos la apuesta y conjeturemos ad hoc que terminó habiendo un cambio de planes o que el tipo entendió mal). Luego, tampoco podía contestar “sí, en tal momento” o “sí, pero no sé cuándo”. Puesto a contestar, lo más preciso y honesto que podía contestar fue lo que contestó. Si lo hizo en cumplimiento de su deber, éste entonces incluiría el contestar lo que se le pregunta y sin engañar; si no, al menos tampoco lo hizo extralimitándose.
En vez de lo que unos comentaristas ven como una extralimitación del guardián, se puede ver una declaración de desconocimiento (si supiera que algo va a ocurrir, no me limitaría a decir que puede ocurrir; si lo hago es porque no sé si va a ocurrir o no, además de saber que es posible o incluso de creer que se dará esa posibilidad en lugar de otra). Y en ese no sé se puede ver lo que le dejó al guardián la orden que recibió, que a su vez se deja reconstruir a partir del dato de ese vacío de saber; si la inferencia funciona, la orden pudo parecerse a esto: “Al que se presente ante esta puerta no lo dejes pasar hasta que yo te diga”. Por lo tanto, el guardián sabe que ahora no puede autorizar el ingreso del campesino, no que nunca podrá (negativa definitiva que podría dar a entender con un solitario “no”).
2.3.1
Se trate de una reincidencia casual o voluntaria o se trate del cumplimiento de un deber, lo verificable y previsible es que si hay una pregunta del hombre de campo, hay una respuesta honesta del guardián, sin excepción. Podemos comprobar que esto es así hasta donde se nos dice, por supuesto, porque más allá no podemos afirmar nada, sino sólo conjeturar: en vez de un es así (hecho señalable o presumible) o un debe ser así (necesidad demostrable), sólo un puede ser así (posibilidad perpetua, tan irrefutable como inverificable e indemostrable). Por ejemplo, puede que el guardián no hable del interior de la ley no porque no lo conozca, sino porque se lo han prohibido (y tal vez también hablar de eso, ya que «tampoco ha contado nada acerca de la prohibición»).
“Nada se dice al respecto” es una versión libre de la objeción más recurrente que el capellán opone a las interpretaciones que dan por cierto (o necesario) lo que a lo sumo es sólo posible. No obstante, su empleo es a veces problemático. Por ejemplo, no se puede afirmar que el guardián, a diferencia del campesino suplicante, quiera entrar a la ley, porque «nada se dice de ello». Pero una cosa es abstenerse de afirmar eso y otra es afirmar que «el guardián no quiere entrar», como si eso se dijera en el cuento o se pudiera inferir de su silencio.
3.
El relato destaca que la última pregunta del insaciable campesino era la primera vez que se hacía en todos esos años. Sin embargo, en ella el campesino se apoya en una presunción de sentido común, la segunda que manifiesta: «Todos quieren acceder a la Ley». (La primera la expresa al comienzo, ni bien se topa con una dificultad inesperada: «la ley debería ser accesible para todos en todo momento».)
Revelada la exclusividad de esa entrada, se hace más evidente que había otra pregunta que el campesino no hizo nunca y podría haber hecho ya después de la primera presunción de sentido común frustrada: ¿por qué? ¿Por qué no puedo entrar (si la Ley debe ser accesible a todos y si, encima, esta puerta me está destinada a mí solo)?
El hecho de que esa entrada le esté destinada y reservada no implica que el campesino tenga automáticamente autorizado el ingreso. Sólo dice que, si ingresa, sólo podría hacerlo por ahí. Pero el ingreso no depende de un diseño de la ley, aunque sin eso sería imposible, sino de una autorización. En ese sentido no es contradictorio tener una entrada destinada y nunca alcanzar la consumación de ese destino, por muy irónico que luzca.
Recordemos qué es “Ante la ley”, según lo introduce el capellán: es uno de los escritos de introducción a la ley. Una de las primeras cosas que se enseña a los que se inician en ella es que la ley puede estar obligada a destinar una entrada a un –tal vez a cada– hombre (o sólo hacerlo, sin obligación) y no por eso estar obligada a autorizar el ingreso. Ni siquiera necesita dar las razones por las que no se lo autoriza. Mientras no sea contradictoria, tiene la libertad (el poder) de ser irónica y producirle un «infortunado azar» a un hombre de campo que viene de lejos a encontrarse con su destinada puerta (también literalmente: ese umbral fue su destino entre la madurez y la senectud reductora y mortal). Ese poder no tiene otro fundamento que la diferencia en que se constituye. ¿Por qué la ley, que es –entre otras cosas– la suma de los poderíos que la custodian, tendría que ofrecerle una razón junto con imponerle una prohibición a un individuo ya mucho menos poderoso que su último y menos poderoso guardián fronterizo, su gendarme? Como el capellán antes de descender del púlpito al encuentro de K, la ley necesita pronunciarse desde cierta distancia para no olvidar su rol. Establecida o confirmada esa brecha jerárquica, la ley no tiene ante quién comparecer o, por ejemplo, dar razones de sus actos y omisiones.
3.1
¿Qué mejor –o peor– para dejar sin explicación que una expectativa frustrada? Dos, para ser precisos: una, la expectativa prospectiva del campesino, que «no esperaba tales dificultades» y que piensa que «la ley debería ser accesible a todos en todo momento»; la otra, la expectativa retrospectiva de los lectores de la historia y del oyente K, que ni bien se enteran, en el remate, que la entrada le estaba destinada al solicitante, se preguntan por qué entonces no se le dio ese permiso, como era de esperarse.
K no le imputa esa denegación de derecho al capricho o arbitrariedad de la ley, sino al engaño e incumplimiento de un funcionario suyo. Convencido primero de la mendacidad del guardián y luego de su ingenuidad, por un lado, y siempre de su violación de deberes de funcionario, por otro, K no puede admitir que alguien así reciba la infalibilidad de la institución a la que sirve, como afirman los últimos comentaristas discutidos («Ha sido designado por la ley para ese servicio; dudar de él significa dudar de la ley»). Para K, en cambio, debe ser despedido por deficiente y «mil veces» perjudicial: «el guardián no es ningún engañador, pero es tan ingenuo que deberían haberlo alejado del servicio». El razonamiento es que si no se engaña (si «ve con claridad»), puede o no engañar a su vez al campesino. Pero «si el guardián está engañado, entonces su engaño tiene que trasladarse necesariamente al hombre». Si considerar infalible al centinela implica, como dice K, «considerar verdadero todo lo que dice», hay una contradicción; si sólo implica considerarlo necesario,* como afirma el sacerdote, hay para K una subversión de valores: «la mentira es convertida en orden universal». Voluntaria o involuntaria, entronizada en o expulsada del orden universal, para K la mentira del guardián es un dato inamovible, una fija.
3.2
El guardián le prohíbe ingresar al campesino, pero no transgredir su prohibición, a lo que incluso lo incita (no importa si en broma o sólo después de reírse). Para disuadirlo le narra la hostilidad insuperable del interior de la ley, como un carcelero podría narrar la de una prisión rodeada, por ejemplo, de inconmensurables kilómetros de desierto abrasador (la moraleja es la misma: ni esta fuga ni aquel ingreso son incursiones que convenga hacer; no se está donde se quisiera, pero no hay mejor lugar para estar).*
La ley a la que sirve el guardián le otorga al hombre un derecho sin el metaderecho de ejercerlo. Te espero por esta puerta –parece decirle– pero no te dejo pasar, aunque dejo abiertas la puerta y la posibilidad de permitírtelo otro día. No te queda otra que esperar o desesperar e irte: la ley «...no quiere nada de ti. Te recibe cuando llegas y te despide cuando te vas». Y si no te vas tiene la paciencia de esperar que muera con vos tu derecho antes de hacerse cerrar y dejar, como a un ataúd.*
Ahora se lee esto:
1.
No le faltan lecturas alegóricas ni desciframientos suspicaces al cuento que Franz Kafka publicó con el título “Ante la ley” e incluyó sin título en el penúltimo capítulo de El proceso, novela inconclusa publicada después de su muerte (las citas serán de esta edición). Pero tampoco le faltan lectores que, en lugar de atribuirle a ese breve y denso universo de datos un significado trascendental o alguna pieza que consideran faltante o escondida, buscan distinguir las figuras que forman las redes de implicaciones, afinidades y diferencias que se arman ahí, según las intentan demostrar con sus análisis. (Es como un drawing by numbers, pero poniéndoles uno mismo los números de cada secuencia a los datos seleccionados, como hacen con las estrellas los que dibujan constelaciones en el cielo.)
Sin ir más lejos, el sacerdote que en El proceso cuenta la historia y después la comenta podría ser uno de estos lectores: tanto en sus observaciones como en la exposición de las de otros glosadores, lo que importa es siempre qué se puede implicar o deducir (qué «tan lejos» se puede llegar infiriendo) a partir de lo que se dice y de lo que no se dice en el relato.
2.
Todo ese celo de fundamentación, instrumentado para prevenir el error o el engaño, es exigido precisamente en una conversación nacida de y acerca del engaño (más precisamente, el creer –engañarse– y/o hacer creer –engañar– que lo que no es es o lo que es no es, parafraseando a Aristóteles). La parte de la conversación dominada por ese tema se abre con la introducción de una parábola canónica y se cierra con la enunciación de su enseñanza. Repasemos ese arco.
En la apertura, K le endulza los oídos al sacerdote: «Eres una excepción entre los que pertenecen al tribunal. [...] Contigo puedo hablar con franqueza». El sacerdote, insobornable, le contesta que se engaña respecto del tribunal y, como Jesús, para argumentarlo recurre a una historia parangonable. En el medio la debaten, sin tocar el parangón que la motivó. En el cierre –de la conversación y del capítulo–, K repite el engaño de la apertura (no ha aprendido nada); a cambio, esta vez el sacerdote le da la moraleja sobre el tribunal (o la ley o la justicia): «...no quiere nada de ti. Te recibe cuando llegas y te despide cuando te vas», como el guardián al paisano y el capellán de la prisión al acusado Josef K.
3.
Ni bien termina la narración que pretendía desengañarlo sobre el tribunal, K se engaña sobre el guardián que está ante la ley. Las dos faltas que le achaca son omisiones. Primero lo acusa de engañar al campesino, por no decirle antes que esa puerta estaba hecha sólo para él (esta fundamentación la ofrece K después de recibir su primera objeción con la primera muestra del apego textual que –junto al rigor para hacer implicaciones– debería regir el debate, según el capellán: «Allí no se habla de engaño»). En segundo lugar, K acusa al guardián de incumplir su deber, por no haber dejado pasar al hombre por la puerta que le estaba destinada.
Las dos omisiones culpables son de iniciativas, como si el guardián –según objeta también el sacerdote– debiera dar una información que no le piden (fuera de las que completan, combinadas con su apariencia física, el cuadro de disuasión y las condiciones del juego) y como si pudiera dar una autorización que no le dieron (es decir, como si él no debiera esperar la orden de permitir, tanto como el campesino el permiso).
Esta objeción a la segunda imputación de K no es exactamente la que presenta el sacerdote, pero ya está implícita en la que le hace a la primera: decir que «sólo era guardián» implica excusarlo de tener iniciativas por fuera de su deber, como habría sido la de autorizar ese ingreso por cualquier razón distinta de una orden recibida. Tal vez por eso el tema que desarrolla el sacerdote en su respuesta a esta pretensión de K es el de los límites del deber y los movimientos del guardián dentro o fuera de ellos. Repasemos esa respuesta.
Empieza con un segundo reproche por las licencias interpretativas de K («No tienes suficiente respeto por los escritos y alteras la historia»). Sigue con una defensa –presumiblemente propia– de la decisiva consistencia lógica del combo destinación exclusiva de entrada-prohibición pertinaz de acceso («Si... hubiera una contradicción, tendrías razón, y el guardián habría engañado al hombre»). Y finalmente se explaya sobre las fortalezas y debilidades del guardián en el cumplimiento de su función, para lo cual expone varias interpretaciones ajenas que a veces difieren entre sí y siempre con la que tiene K («En todo caso, la figura del guardián asume un aspecto distinto del que crees», redondea triunfal el sacerdote; K lo acepta reconociendo dos factores cruciales para una lectura más sólida: «Tú conoces la historia con más precisión que yo, y desde hace más tiempo»).
Antes de entrar de lleno en la discusión particular de esas fortalezas y debilidades quiero hacer una observación general sobre el despliegue de los argumentos por los que oscilarán. De lo que se dice ahí sobre el guardián, el sacerdote expone implicaciones que pueden complementarse pero también disentir, incluso rivalizar. Por ejemplo, una puede sostener que su atadura a la Ley lo hace inferior al visitante libre y de espera voluntaria; otra, que lo hace superior. La reperspectivización que suelen hacer las narraciones kafkianas barajando y dando de nuevo hechos y circunstancias, se hace acá maniobrando con razones y argumentos.
4.
Según el capellán y otros glosadores, el guardián rebasa los límites de su deber «al anunciarle al hombre la posibilidad de una futura admisión». A semejante inconducta la «tornan comprensible» ciertos «rasgos de carácter» que «debilitan la vigilancia de la entrada». Por un lado, de él para arriba, están «la simplicidad y la presunción», que enturbian su –aun así– correcto entendimiento «acerca de su poder y del poder de los otros guardianes» (¿un entendimiento que puede ser claro y estar enturbiado a la vez? «Los intérpretes dicen, sobre esto: la comprensión correcta de una cosa y la comprensión errónea de esa misma cosa no se excluyen mutuamente del todo»; en otra traducción se lee: «Los glosadores dicen a este respecto que se puede al mismo tiempo comprender una cosa y engañarse con respecto a ella»). Por otro lado, de él para abajo, está su naturaleza amistosa, paciente y compasiva para con el campesino.
Si se me permite terciar en el debate (o interrumpir su análisis por el de esta zona del cuento), ahí el guardián no hace un anuncio (no toma una iniciativa): responde una pregunta, y tan honestamente como puede. Para usar la letanía del exégeta clerical: «la historia no cuenta» (o «al menos no se lee nada al respecto» o «tampoco se informa» o «no muestra mediante ninguna declaración» o «allí no se habla de») cuál era el deber exacto del guardián. Luego, sólo podemos aventurar inferencias a partir de lo que sí cuenta. El capellán arriesga la suya, con especial cautela: «Parece que, en aquella época, su único deber era rechazar al hombre».
Pero ese rechazo no es lo único que le vemos hacer escrupulosa y sistemáticamente al guardián: tampoco deja nunca de satisfacer la curiosidad del campesino, por la que incluso lo llega a desafiar («Si tanto te atrae, intenta entrar, a pesar de mi prohibición»). Prueba de ello son las respuestas a las dos preguntas narradas (la cita que introduce la segunda permite suponer que hubo más: «Antes de su muerte, en su cabeza, el conjunto de experiencias de todo ese tiempo confluye en una pregunta que aún no le había formulado al guardián»).
Por esa última respuesta, recordemos, K acusa al guardián de haber engañado al hombre; por la primera, la que sigue a la primera denegación de acceso, el sacerdote y otros sospechan que fue «más allá de su deber». Ambas partes ven un error de iniciativa (por omisión, en un caso; por acción, en el otro) ahí donde sólo hay un servicio inmejorablemente cumplido. Es lo que el propio sacerdote le reprocha no entender a K: «...piensa además que sólo era guardián y que, en cuanto tal, ha cumplido con su deber». Eso mismo podría decírseles a los «muchos intérpretes del escrito» que «se admiran de que el guardián haya hecho simplemente esa alusión» sobre una posible futura admisión, porque desentona con alguien que «parece amar la exactitud y cumple rigurosamente su función». Detengámonos dos párrafos a cuestionar esa disonancia y las expectativas que frustra.
Los paliativos de darle un taburete al hombre para que espere sentado y de hacerle «preguntas apáticas» son iniciativas que puede tener el guardián porque no afectan su servicio. Pero en lo que respecta al acceso, el guardián obedece, no decide; actúa limitado por lo que se le permite hacer, ya desde su respuesta al primer pedido: «...dice que en ese momento no puede permitirle el ingreso». Ese profesional bloqueo de iniciativa, ese impedimento para autorizar a voluntad que caracteriza a quien «le parece el único obstáculo para ingresar a la ley», es algo que parece no registrar el rechazado, que «les pide también a las pulgas que lo ayuden y que consigan que el guardián cambie de opinión», como si de él dependiera su suerte.
Registrada o no, lo cierto es que en razón de esa limitación de oficio el guardián no puede saber si más tarde se lo autorizará a entrar al campesino; ni es quien toma la decisión ni se dice que sea una decisión tomada, de la que él pueda haberse enterado y esté fingiendo desconocerla en cada «ahora no» que contesta. Resumiendo: no sólo el solicitante debe recibir el permiso; antes debe recibirlo el guardián, que es quien se lo debe dar. Esa posibilidad está tan abierta como la puerta que se le destina, y posibilidad y puerta se cierran juntas con la muerte de su malogrado beneficiario.
5.
Salvo que nos atasquemos en una de esas conjeturas tan indemostrables como irrefutables, no hay nada –ni citas textuales ni deducciones no antojadizas– que nos permita afirmar que el guardián sabía desde el primer día (o a partir de cualquier otro) que ese permiso nunca llegaría. Siendo así, no podía contestar “no, nunca” en lugar de «[no sé,] es posible, pero ahora no». Y con el resultado puesto, ni siquiera se nos ocurriría conjeturar que sabía que ese momento sí llegaría (a menos que entonces redoblemos la apuesta y conjeturemos ad hoc que terminó habiendo un cambio de planes o que el tipo entendió mal). Luego, tampoco podía contestar “sí, en tal momento” o “sí, pero no sé cuándo”. Puesto a contestar, lo más preciso y honesto que podía contestar fue lo que contestó. Si lo hizo en cumplimiento de su deber, éste entonces incluiría el contestar lo que se le pregunta y sin engañar; si no, al menos tampoco lo hizo extralimitándose.
Ahí donde unos comentaristas ven una extralimitación del guardián se puede ver una declaración de desconocimiento (si supiera que algo va a ocurrir y quisiera comunicarlo, no me limitaría a decir que puede ocurrir; si lo hago es porque no sé si va a ocurrir o no, además de saber que es posible o incluso de creer que se dará esa posibilidad en lugar de otra). Y en ese no sé se puede ver lo que le dejó al guardián la orden que recibió, que a su vez se deja reconstruir a partir del dato de ese vacío de saber; si la inferencia funciona, la orden pudo parecerse a esto: “Al que se presente ante esta puerta no lo dejes pasar hasta que yo te diga”. Por lo tanto, el guardián sabe que ahora no puede autorizar el ingreso del campesino, no que nunca podrá (negativa definitiva que podría dar a entender con un solitario “no”).
Se trate de una reincidencia casual o voluntaria o se trate del cumplimiento de un deber, lo verificable y previsible es que si hay una pregunta del hombre de campo, hay una respuesta honesta del guardián, sin excepción. Podemos comprobar que esto es así hasta donde se nos dice, por supuesto, porque más allá no podemos afirmar nada, sino sólo conjeturar: en vez de un es así (hecho señalable o presumible) o un debe ser así (necesidad demostrable), sólo un puede ser así (posibilidad perpetua, tan irrefutable como inverificable e indemostrable). Por ejemplo, puede que el guardián no hable del interior de la ley no porque no lo conozca, sino porque se lo han prohibido (y tal vez también hablar de eso, ya que «tampoco ha contado nada acerca de la prohibición»). Imposible comprobarlo, imposible refutarlo: imposible salirse de ese puede.
“Nada se dice al respecto” es una versión libre de la objeción más recurrente que el capellán opone a las interpretaciones que dan por cierto (o necesario) lo que a lo sumo es sólo posible. No obstante, su empleo es a veces problemático. Por ejemplo, no se puede afirmar que el guardián, a diferencia del campesino suplicante, quiera entrar a la ley, porque «nada se dice de ello». Pero una cosa es abstenerse de afirmarlo y otra es afirmar que «el guardián no quiere entrar», como si eso se dijera en el cuento o se pudiera inferir de su silencio.
6.
El relato destaca que la última pregunta del insaciable campesino era la primera vez que se hacía en todos esos años. Sin embargo, en ella el campesino se apoya en una presunción de sentido común, la segunda que manifiesta: «Todos se empeñan en llegar a la ley». (La primera la expresa al comienzo, ni bien se topa con una dificultad inesperada: «la ley debería ser accesible para todos en todo momento».)
Revelada la exclusividad de esa entrada, se hace más evidente que había otra pregunta que el campesino no hizo nunca y podría haber hecho ya después de la primera presunción de sentido común frustrada: ¿por qué? ¿Por qué no puedo entrar (si la ley debe ser accesible a todos y si, encima, esta puerta me está destinada a mí solo)? Nada se dice al respecto.
El hecho de que esa entrada le esté destinada y reservada no implica que el campesino tenga automáticamente autorizado el ingreso. Sólo dice que, si ingresa, sólo podría hacerlo por ahí. Pero el ingreso no depende de un diseño de la ley, aunque sin eso sería imposible, sino de una autorización. En ese sentido no es contradictorio tener una entrada destinada y nunca alcanzar la consumación de ese destino, por muy irónico que luzca.
Recordemos qué es “Ante la ley”, según lo introduce el capellán: es uno de los escritos de introducción a la ley. Una de las primeras cosas que se enseña a los que se inician en ella es que la ley puede estar obligada a destinar una entrada a un –tal vez a cada– hombre (o sólo hacerlo, sin obligación) y no por eso estar obligada a autorizar el ingreso. Ni siquiera necesita dar las razones por las que no se lo autoriza. Mientras no sea contradictoria, tiene la libertad (el poder) de ser irónica y producirle un «infortunado azar» a un hombre de campo que viene de lejos a encontrarse con su destinada puerta (también literalmente: ese umbral fue su destino entre la madurez y la senectud reductora y mortal). Ese poder no tiene otro fundamento que la diferencia en que se constituye. ¿Por qué la ley, que es –entre otras cosas– la suma de los poderíos que la custodian, tendría que ofrecerle una razón junto con imponerle una prohibición a un individuo ya mucho menos poderoso que su último y menos poderoso guardián fronterizo, su gendarme? Como el capellán antes de descender del púlpito al encuentro de K, la ley necesita pronunciarse desde cierta distancia para no olvidar su rol. Establecida o confirmada esa brecha jerárquica, la ley no tiene ante quién comparecer o, por ejemplo, dar razones de sus actos y omisiones.
¿Qué mejor –o peor– para dejar sin explicación que una expectativa frustrada? Dos, para ser precisos: una, la expectativa prospectiva del campesino, que «no esperaba tales dificultades» y que piensa que «la ley debería ser accesible a todos en todo momento»; la otra, la expectativa retrospectiva de los lectores de la historia y del oyente K, que ni bien se enteran, en el remate, que la entrada le estaba destinada al solicitante, se preguntan por qué entonces no se le dio ese permiso, como era de esperarse.
K no le imputa esa denegación de derecho al capricho o arbitrariedad de la ley, sino al engaño e incumplimiento de un funcionario suyo. Convencido primero de la mendacidad del guardián y luego de su ingenuidad, por un lado, y siempre de su violación de deberes de funcionario, por otro, K no puede admitir que alguien así reciba la infalibilidad de la institución a la que sirve, como afirman los últimos comentaristas discutidos («Ha sido designado por la ley para ese servicio; dudar de él significa dudar de la ley»). Para K, en cambio, debe ser despedido por deficiente y «mil veces» perjudicial: «el guardián no es ningún engañador, pero es tan ingenuo que deberían haberlo alejado del servicio». El razonamiento es que si no se engaña (si «ve con claridad»), puede o no engañar a su vez al campesino. Pero «si el guardián está engañado, entonces su engaño tiene que trasladarse necesariamente al hombre».
Si considerar infalible al centinela implica, como dice K, «considerar verdadero todo lo que dice», hay una contradicción (no se puede no acertar y no fallar). Si sólo implica considerarlo necesario,* como afirma el sacerdote, hay para K una subversión de valores: «la mentira es convertida en orden universal». Voluntaria o involuntaria, entronizada en o expulsada del orden universal, para K la mentira del guardián es un dato inamovible, una fija.
7.
El guardián le prohíbe ingresar al campesino, pero no transgredir su prohibición, a lo que incluso lo incita (no importa si en broma o sólo después de reírse). Para disuadirlo le narra la hostilidad insuperable del interior de la ley, como un carcelero podría narrar la de una prisión rodeada, por ejemplo, de inconmensurables kilómetros de desierto abrasador (la moraleja es la misma: ni esta fuga ni aquel ingreso son incursiones que convenga hacer; no se está donde se quisiera, pero no hay mejor lugar para estar).*
La ley a la que sirve el guardián le otorga al hombre un derecho sin el metaderecho de ejercerlo. Te espero por esta puerta –parece decirle– pero no te dejo pasar, aunque dejo abiertas la puerta y la posibilidad de permitírtelo otro día. No te queda otra que esperar o desesperar e irte: la ley «...no quiere nada de ti. Te recibe cuando llegas y te despide cuando te vas».
Y si no te vas tiene la paciencia de esperar que muera con vos tu derecho antes de hacerse cerrar y dejar, como se hace con un ataúd.*
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