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miércoles, 20 de abril de 2011

Lecciones de ajedrez 001 (1.0.0)


Le hice varios cambios al ensayo, tanto de diseño como de supresiones y, sobre todo, de agregados. En la tarde de ayer se veía así:

1.

          «Para que pueda el hombre vencer los múltiples obstáculos que la vida le presenta, es preciso tener el espíritu preso en las raíces de una ambición que lo impulse a una meta.»

          Malba Tahan, El hombre que calculaba, Editorial Vosgos, Barcelona, 1976; Capítulo XVI, p. 85.

En la leyenda del ajedrez, Iadava, rey de Taligana, descree del desapego de Lahur Sessa, el inventor del juego, y lo fuerza a pedir una recompensa por su invento. La frase del epígrafe es la que precede a la exigencia, que Sessa obedece famosa y paródicamente: pide «un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta y así duplicando sucesivamente hasta la sexagésima cuarta y última casilla del tablero».
Mediante esta exorbitancia insospechada (remedo inofensivo de «la falsa modestia de los ambiciosos», ante la que se obcecan «los hombres más inteligentes», igual que ante «la apariencia engañosa de los números»), Sessa logrará burlar la obcecación del rey, de modo análogo a como el «verdadero sabio», según dirá, «se eleva [...] por encima de todas las alternativas».
Por su parte, Iadava comete la soberbia de ofenderse por un pedido que estima ridículamente desproporcionado a su generosidad (Sessa había anunciado lo contrario), y la imprudencia de comprometer su palabra antes de hacer bien las cuentas. Sessa le da su segundo regalo y su segunda lección liberándolo del compromiso incumplible. Antes de ver cómo se los agradece el rey, veamos el primer regalo y la primera lección que recibió.

Menos famoso se hizo el episodio por el cual Iadava insistió en recompensar a Sessa. Éste había venido de lejos para obsequiarle al rey un juego que lo distrajera de la tristeza de haber perdido en la batalla de Dacsina a su hijo, el príncipe Adjamir, que «había sido siempre la razón de ser de su existencia» y «que se sacrificó patrióticamente en lo más encendido del combate para salvar la posición que dio a los suyos la victoria».
El tiempo agravó su pena y Iadava lo ocupaba en dibujar, borrar y volver a dibujar en una gran caja de arena los movimientos de la batalla filicida, «como si sintiera el íntimo gozo de revivir los momentos pasados en la angustia y la ansiedad». A esta reproducción interminable sobre la caja de arena, voluntaria y autoflagelante, la sucederá una única reproducción en el tablero de ajedrez, azarosa y sanadora.

2.

          «En un momento dado observó el rey, con gran sorpresa, que la posición de las piezas, tras las combinaciones resultantes de los diversos lances, parecía reproducir exactamente la batalla de Dacsina.
          –Observad –dijo el inteligente brahmán– que para conseguir la victoria es imprescindible el sacrificio de este visir...
          E indicó precisamente la pieza que el rey Iadava había estado a lo largo de la partida defendiendo o preservando con mayor empeño.
          El juicioso Sessa demostraba así que el sacrificio de un príncipe viene a veces impuesto por la fatalidad para que de él resulten la paz y la libertad de un pueblo.»

          Malba Tahan, El hombre que calculaba, Editorial Vosgos, Barcelona, 1976; Capítulo XVI, pp. 83 y 84.

Iadava advierte (él solo, sin ayuda) la reproducción de la batalla antes que la de su resolución (con la ayuda de Sessa). Situémonos en el trance de la necesidad inadvertida de un sacrificio, recreada en la partida y contemporánea tenaz de la lucidez de la recreación de la batalla.
El rey tiene bloqueado el acceso a una zona dolorosa; cualquier dato que pueda llevarlo hasta el hijo muerto se le ha vuelto invisible y debe ser evitado ante él como se evita mentar la soga en casa del ahorcado. Hay en esto un sacrificio de relación uno-resto, pero inverso al que hace Iadava con su hijo para salvar a su pueblo de una invasión que no dejaba una alternativa mejor: en la lucidez del rey es toda una zona la que se oculta en solidaridad con uno de sus personajes. Por no ver a su hijo tan llorado volviendo a morir, el rey se queda sin ver la estrategia ganadora de esa partida especular (sacrificio y ceguera no menores, si recordamos que Iadava poseía «un talento militar no frecuente», el mismo que le permitió repeler la invasión en inferioridad numérica).
Si esa especularidad sólo tuviera una potencia evocadora, hacérsela ver al rey, como hace Sessa, equivaldría a la mentada mención de la soga ante viuda y huérfanos. Pero en el relato también tiene una potencia catártica, epifánica y aleccionadora: le hace ver al rey cuánto vale para todos, incluyéndolo, lo que tanto le ha dolido y le viene doliendo a él. Es un canje de dolor por valor, pero por uno tan necesitado como el de un sentido de lo actuado y lo vivido, aun (y sobre todo) si lo impuso la fatalidad.

Resumamos. Así como había protegido a lo largo de toda su vida a su hijo, Iadava ha protegido la pieza vicaria a lo largo de toda la partida. Llegado a ese punto, el segundo sacrificio lo instruye sobre el primero: haciéndoselo comprender se lo hace aceptar y el dolor cobra sentido y disminuye o cesa.
En ese acto el dolor se libera de su mayor agravante, que es la falta de sentido, la arbitrariedad, la innecesidad, lo que lo hace un daño ciego y caprichoso. Iadava no encuentra en el ajedrez la alternativa táctica para evitar el sacrificio que acaso había buscado en la caja de arena, pero le encuentra o le acepta un sentido a esa fatalidad y se recupera.
El reacomodamiento de piezas que restablece el estado de cosas inicial (o uno posicionalmente similar) se completa con la designación de Sessa –en gratitud a la segunda lección– en el lugar que ocupaba el príncipe sacrificado.


Ahora se ve así:
        «Para que pueda el hombre vencer los múltiples obstáculos que la vida le presenta, es preciso tener el espíritu preso en las raíces de una ambición que lo impulse a una meta.»

        Malba Tahan, El hombre que calculaba, Editorial Vosgos, Barcelona, 1976; Capítulo XVI, p. 85.

1.

Como corresponde a un juego de estrategia, en la leyenda del ajedrez se habla de sacrificios valiosos y, en una perspectiva más genérica, de alternativas (en formatos surtidos: ausentes, inmejorables, imposibles, obligadas, acatadas, burladas). Empecemos por el medio.
Iadava, rey de Taligana, descree del desapego de Lahur Sessa, el inventor del juego, y lo fuerza a pedir una recompensa por su invento. La frase del epígrafe es la que precede a la exigencia, que Sessa obedece famosa y paródicamente: pide «un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta y así duplicando sucesivamente hasta la sexagésima cuarta y última casilla del tablero».
Para darle al rey una idea de lo que representa ese número, que es 263, «los algebristas más hábiles de la corte» recurren a ilustrar una desmesura espacial y otra temporal: le comunican que «el trigo que habrá que darle a Lahur Sessa equivale a una montaña que teniendo por base la ciudad de Taligana se alce cien veces más alta que el Himalaya. Sembrados todos los campos de la India, no darían en dos mil siglos la cantidad de trigo que según vuestra promesa corresponde en derecho al joven Sessa».

Con esta exorbitancia, insospechada y subestimada, Sessa le ofrece al rey una demostración inofensiva –un simulacro– de «la falsa modestia de los ambiciosos», ante la que se obcecan «los hombres más inteligentes», igual que ante «la apariencia engañosa de los números». Mediante ella, el inventor y primer ajedrecista logra burlar la obcecación del rey para no dejarle otra alternativa más que pedir o desobedecer; la burla ejemplifica cómo el «verdadero sabio», según proclama, «se eleva [...] por encima de todas las alternativas».
En definitiva, la manera que tuvo Sessa de pasar por encima de la alternativa que el rey pretendía imponerle fue haciéndose prometer un imposible, para ejercer entonces una generosidad mayor y una reafirmación del desapego censurado: obligó a Iadava a una deuda perpetua y se la condonó en el primer minuto. (Problema disuelto, diría Wittgenstein.)

Sessa ataca al corazón mismo de ese poderío al hacerle colapsar su poder de cumplir pedidos, garante del tamaño y las espaldas de su generosidad. Y lo hace simulando el sacrificio de una ambición personal, algo que Iadava se apresura en creer y le cuesta esa partida fuera de tablero; si el rey termina conociendo la impotencia (y la dependencia de la generosidad ajena) es porque fracasa como estratega. Demorémonos brevemente en los atributos afectados, porque son los mismos en los que se destaca.
El narrador, que cuenta lo que cuenta Beremiz (el hombre que calculaba), invoca dos veces a «los historiadores» en su relato: una, en la presentación de Iadava, «señalado por varios historiadores hindúes como uno de los soberanos más ricos y generosos de su tiempo» (aunque no se sepa bien cuál es ese tiempo, según se nos comunica en la primera frase del capítulo); la otra, para darnos su otra aptitud superlativa, la del otro escenario posible para el rey, después de «su suntuoso palacio de Andra»: «poseía, según lo que de él nos dicen los historiadores, un talento militar no frecuente». Transitar de un escenario a otro es estar yendo o volviendo de una guerra que, «con su cortejo fatal de calamidades, amargó la existencia del rey Iadava, transformando el ocio y gozo de la realeza en otras más inquietantes tribulaciones».

Recapitulemos hasta acá. Iadava comete la soberbia de ofenderse por un pedido que estima ridículamente desproporcionado a su generosidad (Sessa había anunciado lo contrario), y la imprudencia de comprometer su palabra antes de hacer bien las cuentas. Sessa le da su segundo regalo y su segunda lección liberándolo del compromiso incumplible. Antes de ver cómo se los agradece el rey, veamos el primer regalo y la primera lección que recibió.

2.

Menos famoso se hizo el episodio por el cual Iadava insistió en recompensar a Sessa. Éste había venido de lejos para obsequiarle al rey un juego que lo distrajera de la tristeza de haber perdido en la batalla de Dacsina a su hijo, el príncipe Adjamir, que «había sido siempre la razón de ser de su existencia» y «que se sacrificó patrióticamente en lo más encendido del combate para salvar la posición que dio a los suyos la victoria».
El tiempo agravó su pena y Iadava lo ocupaba en dibujar, borrar y volver a dibujar en una gran caja de arena los movimientos de la batalla filicida, «como si sintiera el íntimo gozo de revivir los momentos pasados en la angustia y la ansiedad». A esta reproducción interminable sobre la caja de arena, voluntaria y autoflagelante, la sucederá una única reproducción en el tablero de ajedrez, azarosa y sanadora. Cito de páginas 83 y 84:
«En un momento dado observó el rey, con gran sorpresa, que la posición de las piezas, tras las combinaciones resultantes de los diversos lances, parecía reproducir exactamente la batalla de Dacsina.
–Observad –dijo el inteligente brahmán– que para conseguir la victoria es imprescindible el sacrificio de este visir...
E indicó precisamente la pieza que el rey Iadava había estado a lo largo de la partida defendiendo o preservando con mayor empeño.
El juicioso Sessa demostraba así que el sacrificio de un príncipe viene a veces impuesto por la fatalidad para que de él resulten la paz y la libertad de un pueblo.»

Iadava advierte (él solo, sin ayuda) la reproducción de la batalla antes que la de su resolución (con la ayuda de Sessa). Situémonos en el trance de la necesidad inadvertida de un sacrificio, recreada en la partida y contemporánea tenaz de la lucidez de la recreación de la batalla.
El rey tiene bloqueado el acceso a una zona dolorosa; cualquier dato que pueda llevarlo hasta el hijo muerto se le ha vuelto invisible y debe ser evitado ante él como se evita mentar la soga en casa del ahorcado. Hay en esto un sacrificio de relación uno-resto, pero inverso al que hace Iadava con su hijo para salvar a su pueblo: en la lucidez del rey es toda una zona la que se oculta en solidaridad con uno de sus personajes. Por no ver a su hijo tan llorado volviendo a morir, el rey se queda sin ver la estrategia ganadora de esa partida especular (sacrificio y ceguera no menores, si recordamos que Iadava poseía «un talento militar no frecuente», el mismo que le permitió encontrar la mejor alternativa para repeler la invasión en inferioridad numérica).
Si esa especularidad sólo tuviera una potencia evocadora, hacérsela ver al rey, como hace Sessa, equivaldría a la mentada mención de la soga ante viuda y huérfanos. Pero en el relato también tiene una potencia catártica, epifánica y aleccionadora: le hace ver al rey cuánto vale para todos, incluyéndolo, lo que tanto le ha dolido y le viene doliendo a él. Es un canje de dolor por valor, pero por uno tan necesitado como el de un sentido de lo actuado y lo vivido, aun –y sobre todo– si lo impuso la fatalidad (o sea, si no hubo alternativa, o al menos una mejor).

Resumamos. Así como había protegido a lo largo de toda su vida a su hijo, Iadava ha protegido la pieza vicaria a lo largo de toda la partida. Llegado a ese punto, el segundo sacrificio lo instruye sobre el primero: haciéndoselo comprender se lo hace aceptar y el dolor cobra sentido y disminuye o cesa.
En ese acto el dolor se libera de su mayor agravante, que es la falta de sentido, la arbitrariedad, la innecesidad, lo que lo hace un daño ciego y caprichoso. Iadava no encuentra en el ajedrez la alternativa táctica para evitar el sacrificio que acaso había buscado en la caja de arena, pero le encuentra o le acepta un sentido a esa fatalidad (un valor a ese sacrificio) y se recupera.
El reacomodamiento de piezas que restablece el estado de cosas inicial (o uno posicionalmente similar) se completa con la designación de Sessa –en gratitud a la segunda lección– en el lugar que ocupaba el príncipe sacrificado.


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