Agregué una sección en el ensayo. Hasta recién se leía esto:
1.
Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir.
Del cuento “El Zahir”, de Jorge Luis Borges.
Como otros, de chico a veces jugaba a repetir una palabra mentalmente (o en un murmullo bajo) hasta que la desconocía o ya no la reconocía (creo que hay una diferencia, aunque sea la de un matiz, pero no viene al caso argumentarla). Lo que tal vez hacía atractiva la experiencia era que junto con el objeto se dejaba de distinguir el observador que lo significaba o nombraba hasta la saturación y el colapso.
2.
Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de “los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente”.
Del cuento “El Zahir”, de Jorge Luis Borges.
Así como en un monosílabo ya no puede haber diferencia entre sílaba tónica y sílaba átona, en el Zahir (en la reducción de todos a uno que implica el Zahir –una variante desahuciada del multum in parvo que gustaba recordar y usar Borges–) ya no puede haber diferencia esto-otro, uno y el resto, diferencia de roles o funciones, reconocimiento y separación de sí.
Un Zahir cabalmente fatal no puede tener partes ni rasgos: debe ser una pura singularidad. El recuerdo excluyente de una moneda de 20 centavos puede estar tan poblado como el recuerdo del mundo que excluye: sus rayaduras casuales, sus detalles de diseño, el material del que está hecha, etc. La anulación del mundo es la anulación de la diferencia, de la pluralidad; por ejemplo, “no lograr olvidar” un punto, pero un punto topológico, no un punto material (que tiene forma, tamaño, color, etc., o sea, riqueza). Y entonces ya no es la cuestión la de “recordar” sólo un punto, sino más precisamente la de no poder concebir más que un punto: ni líneas ni volúmenes ni hipervolúmenes, ni lo que entre ellos o con ellos se puede formar, las meras cosas.
3.1.
Mente en blanco en la dimensión cero de un asceta llevado hasta sus últimas consecuencias y su primera contradicción ineludible. O primer momento de la mente en blanco, cuando todo lo distinto de un punto debe serle irrepresentable e informulable, que es un combo de negaciones que desahucia. Irrepresentable pero analogable, al igual que una cuarta dimensión para nosotros, que para entenderla apelamos a la analogía de Flatland (un mundo que difiere en escenario y actores con el nuestro, pero no en situaciones, posiciones, roles y relaciones en general): tan inconcebibles son tres perpendiculares entre sí en un espacio bidimensional como cuatro en uno tridimensional (y dos –el inicio de la “perpendicularidad”– en uno unidimensional). Informulable, a diferencia de una cuarta dimensión, que si no existe no es por inconsistente (en su foto actual) ni por absolutamente arbitraria (en su película), al menos no menos que las otras dimensiones: las reglas de formación y comportamiento de un hipervolumen son tan consistentes y son tan predecibles los resultados de su aplicación como las de un volumen, una superficie, una línea, un punto.
3.2.
Fue el silencio un pozo
que tragué vaciándome.
Cuando acabé de tragarlo
el pozo estaba lleno
y yo era su fondo vacío,
infinito,
por donde comencé a caer
ahogando un grito.
El segundo momento de la mente en blanco es el de su autoinclusión; llevado a sus últimas consecuencias, el asceta arriba a una escena absurda en el límite de la reducción del universo a un objeto hechizante. La última víctima de ese punto zahiresco tiene que ser la conciencia de sí, el yo (más precisamente, la distinción –el registro de la diferencia– yo/otro). Recién entonces la presencia o el recuerdo o el pensamiento (en fin, la conciencia) de un solo término del universo es fatal para el espectro, es mente en blanco irreversible, es autovaciamiento de la mente, que entonces deja de percibirse a sí como una de las cosas que pueden percibirse o concebirse y se consuma ahí aquella anulación de todos en uno, con uno último que los traga antes de tragarse a sí mismo (en ese uno-todo-ninguno se consuma, en definitiva, el pasaje del revés al anverso de la nada, al decir de Brasca).
Atribuirle, en algún grado positivo, un estado de conciencia a eso tiene el mismo valor que atribuírselo a una piedra. Como le gusta a Dolina citar a Unamuno (Del sentimiento trágico de la vida, I, “El hombre de carne y hueso”): “Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado”.
4.
Pero la mente en blanco también puede ser entendida como un grado nulo de estado de conciencia, donde coexisten conceptos mutuamente excluyentes, conceptos que en vez de implicarse se repelen uno al otro y a la vez conviven. Puede ser entendida como la experiencia de la inexistencia (o la ilusión de haberla alcanzado sin haber renunciado a la existencia ni a su experiencia), tanto como la falta de toda experiencia, incluyendo la de sí, con la que concluye (o la ilusión de tener la experiencia de haber perdido toda experiencia).
Una paradoja genuina es la formulación de una imposibilidad, que acá es el resultado de un salto al límite (un llevar algo de ese modo hasta sus últimas y contradictorias consecuencias), en este caso el límite de una reducción del universo o de un blanqueamiento de la mente.
5.
6 de diciembre. Matanza de los cerdos.
Tres cosas:
Verse a sí mismo como una cosa ajena, olvidar lo visto, conservar la mirada.
O sea, dos cosas solas, dado que la tercera comprende la segunda.
Franz Kafka, Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero, Editorial Alfa Argentina, Buenos Aires, 1975; “Tercer cuaderno en octavo”, página 65, entrada del 6 de diciembre de 1917.
Y esta vez desapareció muy lentamente, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que persistió durante algún tiempo después que el resto de él se hubo ido.
“¡Bueno!”, pensó Alicia. “¡He visto muchas veces gatos sin sonrisa, pero una sonrisa sin gato...! ¡Es la cosa más rara que vi en mi vida!”
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, Capítulo VI, “Cerdo y pimienta” (traducción de Eduardo Stilman para Los libros de Alicia, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1998, páginas 70 y 71).
Como puede apreciarse, la de Kafka no es una enumeración de metas inconexas (como plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo, que pueden hacerse en cualquier orden), sino una secuencia de tareas correlativas: primero, verse a sí mismo como una cosa ajena; después, olvidar lo visto; y entonces conservar la mirada. Hecha la reducción, el desafío enhebra dos misiones: verse a sí mismo como una cosa ajena y conservar la mirada (consecuencia inesperada de olvidar lo visto, medio inesperado de conservar la mirada).
Así como la doble negación afirma, borrar lo borrado es un modo de la lucidez: se conserva la mirada olvidando lo visto (segundo borrado) una vez que se ha cumplido el verse a sí mismo como una cosa ajena (primer borrado). O tal vez sólo quede la mirada, sin alguien que la sostenga ni cosa propia o ajena sobre la que se apoye, tan conjetural como el gato con risa de Unamuno, tan abstracta como la sonrisa sin gato del sueño de Alicia, tan vaciada como el cuchillo precursor que “imaginó” Georg Christoph Lichtenberg, sin hoja ni mango.
Ahora se lee esto:
1.
«Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir.»
Del cuento “El Zahir”, de Jorge Luis Borges.
Como otros, de chico a veces jugaba a repetir una palabra mentalmente (o en un murmullo bajo) hasta que la desconocía o ya no la reconocía (creo que hay una diferencia, aunque sea la de un matiz, pero no viene al caso argumentarla). Lo que tal vez hacía atractiva la experiencia era que junto con el objeto se dejaba de distinguir el observador que lo significaba o nombraba hasta la saturación y el colapso.
2.
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos
Los dos últimos versos del poema 23 de Árbol de Diana, de Alejandra Pizarnik
«Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder.»
“Las ruinas circulares”, de Jorge Luis Borges
explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome
Poema 13 de Árbol de Diana, de Alejandra Pizarnik
En nuestro imaginario de metáforas, pensar intensamente en algo implica distanciarse de sí o incluso destruirse (que es algo así como pulverizarse los ojos). Como la segunda vía ya nos dejó en un punto muerto, sigámosle el rastro a la primera.
En el máximo de concentración se alcanza el mínimo de conservación de la conciencia de sí, de la identidad propia (de propiedad de identidad alguna, presente o pasada). Pero no hay dispersión de identidad en ese despersonalizarse, sino reconversión o cambio de roles: la conciencia más aguda es un trasvasarse en lo otro, ser lo que se percibe o se comprende (y entonces estar en condiciones de duplicar la percepción o la comprensión mediante una reflexión de sí vuelto otro). En la primera reflexión posible, cuando eso otro es el propio ser, se produce un raro acople de despersonalización y repersonalización (análogo al de ser el puerto y la carga del barco que partió).
3.
«Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de “los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente”.»
Del cuento “El Zahir”, de Jorge Luis Borges.
Así como en un monosílabo ya no puede haber diferencia entre sílaba tónica y sílaba átona, en el Zahir (en la reducción de todos a uno que implica el Zahir –una variante desahuciada del multum in parvo que gustaba recordar y usar Borges–) ya no puede haber diferencia esto-otro, uno y el resto, diferencia de roles o funciones, reconocimiento y separación de sí.
Un Zahir cabalmente fatal no puede tener partes ni rasgos: debe ser una pura singularidad. El recuerdo excluyente de una moneda de 20 centavos puede estar tan poblado como el recuerdo del mundo que excluye: sus rayaduras casuales, sus detalles de diseño, el material del que está hecha, etc. La anulación del mundo es la anulación de la diferencia, de la pluralidad; por ejemplo, “no lograr olvidar” un punto, pero un punto topológico, no un punto material (que tiene forma, tamaño, color, etc., o sea, riqueza). Y entonces ya no es la cuestión la de “recordar” sólo un punto, sino más precisamente la de no poder concebir más que un punto: ni líneas ni volúmenes ni hipervolúmenes, ni lo que entre ellos o con ellos se puede formar, las meras cosas.
4.1.
Mente en blanco en la dimensión cero de un asceta llevado hasta sus últimas consecuencias y su primera contradicción ineludible. O primer momento de la mente en blanco, cuando todo lo distinto de un punto debe serle irrepresentable e informulable, que es un combo de negaciones que desahucia. Irrepresentable pero analogable, al igual que una cuarta dimensión para nosotros, que para entenderla apelamos a la analogía de Flatland (un mundo que difiere en escenario y actores con el nuestro, pero no en situaciones, posiciones, roles y relaciones en general): tan inconcebibles son tres perpendiculares entre sí en un espacio bidimensional como cuatro en uno tridimensional (y dos –el inicio de la “perpendicularidad”– en uno unidimensional). Informulable, a diferencia de una cuarta dimensión, que si no existe no es por inconsistente (en su foto actual) ni por absolutamente arbitraria (en su película), al menos no menos que las otras dimensiones: las reglas de formación y comportamiento de un hipervolumen son tan consistentes y son tan predecibles los resultados de su aplicación como las de un volumen, una superficie, una línea, un punto.
4.2.
Fue el silencio un pozo
que tragué vaciándome.
Cuando acabé de tragarlo
el pozo estaba lleno
y yo era su fondo vacío,
infinito,
por donde comencé a caer
ahogando un grito.
El segundo momento de la mente en blanco es el de su autoinclusión; llevado a sus últimas consecuencias, el asceta arriba a una escena absurda en el límite de la reducción del universo a un objeto hechizante. La última víctima de ese punto zahiresco tiene que ser la conciencia de sí, el yo (más precisamente, la distinción –el registro de la diferencia– yo/otro). Recién entonces la presencia o el recuerdo o el pensamiento (en fin, la conciencia) de un solo término del universo es fatal para el espectro, es mente en blanco irreversible, es autovaciamiento de la mente, que entonces deja de percibirse a sí como una de las cosas que pueden percibirse o concebirse y se consuma ahí aquella anulación de todos en uno, con uno último que los traga antes de tragarse a sí mismo (en ese uno-todo-ninguno se consuma, en definitiva, el pasaje del revés al anverso de la nada, al decir de Brasca).
Atribuirle, en algún grado positivo, un estado de conciencia a eso tiene el mismo valor que atribuírselo a una piedra. Como le gusta a Dolina citar a Unamuno (Del sentimiento trágico de la vida, I, “El hombre de carne y hueso”): “Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado”.
5.
Pero la mente en blanco también puede ser entendida como un grado nulo de estado de conciencia, donde coexisten conceptos mutuamente excluyentes, conceptos que en vez de implicarse se repelen uno al otro y a la vez conviven. Puede ser entendida como la experiencia de la inexistencia (o la ilusión de haberla alcanzado sin haber renunciado a la existencia ni a su experiencia), tanto como la falta de toda experiencia, incluyendo la de sí, con la que concluye (o la ilusión de tener la experiencia de haber perdido toda experiencia).
Una paradoja genuina es la formulación de una imposibilidad, que acá es el resultado de un salto al límite (un llevar algo de ese modo hasta sus últimas y contradictorias consecuencias), en este caso el límite de una reducción del universo o de un blanqueamiento de la mente.
6.
«6 de diciembre. Matanza de los cerdos.
Tres cosas:
Verse a sí mismo como una cosa ajena, olvidar lo visto, conservar la mirada.
O sea, dos cosas solas, dado que la tercera comprende la segunda.»
Franz Kafka, Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero, Editorial Alfa Argentina, Buenos Aires, 1975; “Tercer cuaderno en octavo”, página 65, entrada del 6 de diciembre de 1917.
«Y esta vez desapareció muy lentamente, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que persistió durante algún tiempo después que el resto de él se hubo ido.
“¡Bueno!”, pensó Alicia. “¡He visto muchas veces gatos sin sonrisa, pero una sonrisa sin gato...! ¡Es la cosa más rara que vi en mi vida!”»
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, Capítulo VI, “Cerdo y pimienta” (traducción de Eduardo Stilman para Los libros de Alicia, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1998, páginas 70 y 71).
Como puede apreciarse, la de Kafka no es una enumeración de metas inconexas (como plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo, que pueden hacerse en cualquier orden), sino una secuencia de tareas correlativas: primero, verse a sí mismo como una cosa ajena; después, olvidar lo visto; y entonces conservar la mirada. Hecha la reducción, el desafío enhebra dos misiones: verse a sí mismo como una cosa ajena y conservar la mirada (consecuencia inesperada de olvidar lo visto, medio inesperado de conservar la mirada).
Así como la doble negación afirma, borrar lo borrado es un modo de la lucidez: se conserva la mirada olvidando lo visto (segundo borrado) una vez que se ha cumplido el verse a sí mismo como una cosa ajena (primer borrado). O tal vez sólo quede la mirada, sin alguien que la sostenga ni cosa propia o ajena sobre la que se apoye, tan conjetural como el gato con risa de Unamuno, tan abstracta como la sonrisa sin gato del sueño de Alicia, tan vaciada como el cuchillo precursor que “imaginó” Georg Christoph Lichtenberg, sin hoja ni mango.