Hasta ayer se leía esto:
Hoy le agregué una sección más y el epígrafe de "The finale" en la 4. Ahora se lee esto:
1.
La ceguera por inatención puede tener grados. Encabezan la gradación los que contando pases no vieron pasar al gorila; con un simple ajuste zoológico se les puede aplicar otro famoso reproche por inatención, en este caso alojado en una frase anónima y popular en vez de un experimento académico: “Se te escapó la tortuga”. (La lentitud hiperbólica del blooper es la versión cinética y durativa de la desatención; tan improbable es la fuga del lento como la impercepción del grotesco.) En segundo lugar está, por ejemplo, la sospecha del baión, que representa el principio del fin de un desconocimiento: “Deben ser los gorilas, deben ser”, vislumbran la voz cantante y su coro en el estribillo que cierra cada situación. Pasando de la conjetura a la afirmación llegamos al tercer grado, con una nula desatención; ahí están los 4 ó 5 que vieron al gorila atravesar la ronda y golpearse el pecho a lo hombre mono.
Pero no es la ceguera por inatención lo que me interesa acá, sino el tipo de personaje elegido para mostrarla en su grado máximo. Con ustedes, entonces, lo ridículo: la cosa más difícil de disimular, la negación misma del disimulo, la visibilidad más chillona. (Para magos, ilusionistas y neurólogos, su disimulo debe ser uno de los trucos más difíciles.)
2.
Excepto cuando se es ridículo actuando de ridículo, en pocos casos el actuar de algo y el serlo se encuentran a mayor distancia que en este. Eso tal vez se deba al hecho de que lo que define a uno niega al otro: cómico o sólo patético, ser ridículo implica haber perdido el control de la propia imagen; actuar es estar ejerciéndolo, incluso si se actúa de ridículo (en cuyo caso se está ejerciendo el control de la propia imagen para fingir que no, como pide el papel). La diferencia se escucha en las risas: en un caso premian un logro humorístico y en el otro castigan –a veces con vergüenza ajena, a veces con mera saña– una gaffe social: un descalabro sin sentido causado por un desubique inasimilable, voluntario o involuntario.
Por supuesto, el disfrazado de gorila con gestualidad grotesca compone un ridículo, no lo comete (no, al menos, en primera instancia; sería otro –uno de segunda instancia– el ridículo que se cometiera al componerlo). La composición elegida forma parte importante del truco y le da fuerza a su argumento: no habla igual de nuestra atención que le escamoteen un tipo común y corriente, perfectamente mimetizable, a que le escamoteen un disfrazado grotesco que actúa grotescamente (“Es increíble que puedas pasar por alto algo tan obvio”, sintetiza uno de los entrevistados que padeció la ceguera ad hoc). Lo ridículo de la escena magnifica el mérito y la sorpresa de la omisión conseguida. Lo simple del medio utilizado también: el pase de magia para esa ilusión cegadora se reduce a hacernos contar anodinos pases de pelota.
Valga el caso como ejemplo de una invisibilidad lograda sin rehuirle a la exposición. En definitiva, en ese logro se consuma una proeza sensorial: se hace invisible el colmo de la visibilidad (a la inversa, con el traje nuevo del emperador pasamos de la ilusión de la invisibilidad de lo existente a la de la visibilidad de lo inexistente). Si le atribuimos a él el mérito, ese gorila es el héroe de la invisibilidad adquirida: alcanzó la misma meta que otros pero con mayor desventaja.
Actuado o cometido, no deja de haber algo ridículo que cruza desapercibido una ronda de basquetbolistas (y 27 minutos con 17 segundos del documental, para ampliar con nosotros ese número de dóciles concentrados en otra cosa, como le pasa al prefecto G y su policía parisina con la carta robada sobreexpuesta). A la proeza sensorial se suma una proeza dramática: al actuar de ridículo, el disfrazado finge ser uno imposibilitado de fingir, uno que cuando le toca serlo es por una caída en desgracia, no por un papel en el reparto.
3.
Por supuesto, los que en ese experimento no percibieron al personaje ridículo (y quedan por eso en ridículo ante los televidentes, que pronto se identificarán con ellos) tampoco percibieron la ridiculez en juego. Una condición infaltable de lo ridículo es que no pasa desapercibido, como que consiste en el espectáculo de una sobreexposición. Puede ignorarlo el que es ridículo, el que hace el ridículo, el que cae en el ridículo, el que se pone en ridículo, el que queda ridículo, pero no quienes lo ven quedar, ponerse, caer, hacer o ser. Porque si tampoco ellos lo perciben, entonces no hay ridículo: si no hay público que lo presencie, no hay escena que lo exhiba. A su caso se aplica la equivalencia que Berkeley atribuía indiscriminadamente: para lo ridículo, ser es ser percibido. Tal vez por eso es que tiene su propio sentido: lo ridículo es percibido en otros (y evitado para sí) por quienes, no padeciendo ceguera por inatención, tampoco han padecido la desgracia social de haber perdido el sentido del ridículo.
Antes de situar en su clase este sentido para diferenciarlo de otros, diferenciemos lo ridículo de lo absurdo, que es su vecino más confundible. Lo absurdo daña nuestro sentido de lo coherente y lo previsible, o sea, del sentido a secas y del sentido común: eso no tiene sentido, eso no tiene ni pies ni cabeza; no es previsible por no ser comprensible (en vez de por ser aleatorio, por ejemplo). Lo ridículo, en cambio, daña nuestro sentido de lo adecuado y sus proporciones, o sea, del buen sentido y del buen gusto: eso no combina en absoluto, eso contrasta demasiado o “mal”, es una disonancia nueva a la que no se le admite que haga estilo. (“¿Se me admitirá más tarde?”, pregunta lo ridículo ante la Ley; “Tal vez, pero ahora no”, se le contesta invariablemente en su umbral. Lo absurdo no tiene la esperanza de esa aceptación o la recibe mucho más tarde que lo ridículo, que suele cambiar con las modas y las costumbres.)
4.
Para registrar lo que registran, los cinco sentidos sensoriales siguen imperativos físicos, químicos, biológicos, neurológicos. El sexto sentido, la extra-sensorial intuición, sigue imperativos psicológicos, espirituales, astrales, mágicos o místicos, pero siempre aplicados a captar una naturaleza que, comparada con la voluble y accidental que captan los otros cinco, es esencial, tal vez de tan inmaterial. (También eso –o su ecuación recíproca– puede hacérsele decir a la trillada cita de El Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos”.)
Pese a esta división territorial de lo aprehensible, unos y otros imperativos comparten el ser naturales, es decir, relativos a una naturaleza, la intuible y/o la perceptible (el sentido de la orientación da la apariencia de tener un pie en cada lado o de discurrir por un entre; lo mismo su contracara, el llamado en que consiste lo instintivo y que hace de una acción una respuesta, una especie de acatamiento natural).
Los imperativos que siguen otros sentidos son culturales: están dictados por el juego de valores que promueve o impone una comunidad dada (de ahí que cambien con el tiempo y que difieran a lo largo y ancho del globo). Es el caso del sentido del humor, el sentido del honor, el sentido del ridículo, entre otros. Se los tiene o no se los tiene, se los pierde o se los conserva, se los tiene de buena o de mala calidad, se los usa con mayor o menor perspicacia, etc. De estas variables depende que se sufra o se evite una sanción social.
5.
video
Jerry Seinfeld, Live on Broadway: I'm Telling You For The Last Time (1998). Incluido en el monólogo “Media Mezzo” de su libro SeinLanguag.*
“According to most studies, people's number one fear is public speaking. Number two is death. Death is number two. Does that seem right? That means to the average person, if you have to go to a funeral, you're better off in the casket than doing the eulogy.”
De un estudio a otro, lo ridículo pasa de ser algo inatendido a ser algo temido (o sea, sobreatendido). En el famoso estudio de los profesores David Simons y Christopher Chabris, el ridículo pasaba desapercibido para una mayoría; en este que comenta el comediante Jerry Seinfeld, una variante del miedo al ridículo es la primera pasión al acecho de una mayoría. Acaso por el nulo o superado miedo a hablar en público, Seinfeld manifiesta su asombro (e impreferencia) por el segundo puesto; en el remate reúne en una misma escena los dos roles más votados, que pasan a ser dilemáticos. A fuerza de alto contraste y combinación insólita, el dilema y su resolución mayoritaria rompen la solemnidad fúnebre de la escena; con su golpe de humor, Seinfeld hace ver como ridículo el ranking encabezado por un miedo al ridículo.
La sanción al ridículo equivale, en lo social, a una pena capital, o al menos eso tememos: el miedo al ridículo es el miedo a una muerte social, que viene con el agravante de ser una muerte lúcida (a diferencia de la otra). Por una parte, el terror a esa caída súbita en una muerte consciente, como de persona emparedada viva, tal vez explique el ranking que Seinfeld traduce en la preferencia por la actuación de muerto. Por otra parte, esa actuación, a diferencia de la de orador, está libre del riesgo de la sobreactuación, que es congénita al ridículo.
Nota
La primera versión terminada de este ensayo la leí en Medias y Sombreros #5, “Ready culo”, el sábado 22 de mayo de 2010 alrededor de las 11 de la noche, con los epígrafes de la proyección del video del gorila inadvertido y la reproducción del baión “Deben ser los gorilas” , pero sin la lectura introductoria superpuesta (la grabé el mismo sábado dos horas antes de leer, pero no llegué a mezclarla ni me decidí a entrar con el micrófono mientras sonaba la canción, desde el primer coro, como había calculado para terminar a la vez).
El final de ese “playback grabado” se refiere a la máscara de gorila con que leí el ensayo. Encarnando el miedo a hablar del que estaba hablando y así enmascarado, creo que también encarné el ridículo, en lugar de sólo actuarlo; los nervios y la voz reseca y rígida seguramente habrán desbaratado el efecto desolemnizante de la máscara (con la que no había ensayado y en vivo me iba enterando cuánto limitaba la respiración y el ángulo de visión).
El epígrafe audiovisual con Seinfeld tampoco quedó en vivo; el video que tenía era de baja calidad y estaba subtitulado en portugués (aunque eso no me desagradaba: hacía juego con otra extranjería cercana, la del doblaje en español ibérico del documental). Opté por leer la cita traducida.
Para más previa de la lectura, en el comentario 1 me explayo sobre la formación, crónica y agradecimientos del ensayo.
Hoy le agregué una sección más y el epígrafe de "The finale" en la 4. Ahora se lee esto:
Fragmento de “Vista”, episodio de la serie de la BBC Sentidos humanos.
- “Deben ser los gorilas” + Introducción leída. El baión es de Aldo Camarotta, Armando Libreto (pseudónimo de Delfor) y Néstor D'Alesandro. Orquesta de Feliciano Brunelli; canta Roberto Morales. Sello RCA; grabado en 1955.
1.
La ceguera por inatención puede tener grados. Encabezan la gradación los que contando pases no vieron pasar al gorila; con un simple ajuste zoológico se les puede aplicar otro famoso reproche por inatención, en este caso alojado en una frase anónima y popular en vez de un experimento académico: “Se te escapó la tortuga”. (La lentitud hiperbólica del blooper es la versión cinética y durativa de la desatención; tan improbable es la fuga del lento como la impercepción del grotesco.) En segundo lugar está, por ejemplo, la sospecha del baión, que representa el principio del fin de un desconocimiento: “Deben ser los gorilas, deben ser”, vislumbran la voz cantante y su coro en el estribillo que cierra cada situación. Pasando de la conjetura a la afirmación llegamos al tercer grado, con una nula desatención; ahí están los 4 ó 5 que vieron al gorila atravesar la ronda y golpearse el pecho a lo hombre mono.
Pero no es la ceguera por inatención lo que me interesa acá, sino el tipo de personaje elegido para mostrarla en su grado máximo. Con ustedes, entonces, lo ridículo: la cosa más difícil de disimular, la negación misma del disimulo, la visibilidad más chillona. (Para magos, ilusionistas y neurólogos, su disimulo debe ser uno de los trucos más difíciles.)
2.
Excepto cuando se es ridículo actuando de ridículo, en pocos casos el actuar de algo y el serlo se encuentran a mayor distancia que en este. Eso tal vez se deba al hecho de que lo que define a uno niega al otro: cómico o sólo patético, ser ridículo implica haber perdido el control de la propia imagen; actuar es estar ejerciéndolo, incluso si se actúa de ridículo (en cuyo caso se está ejerciendo el control de la propia imagen para fingir que no, como pide el papel). La diferencia se escucha en las risas: en un caso premian un logro humorístico y en el otro castigan –a veces con vergüenza ajena, a veces con mera saña– una gaffe social (la avalancha que provoca “un gordo” que resbala y rueda por los tablones de la tribuna, por ejemplo; y en general, un descalabro sin sentido causado por un desubique inasimilable, voluntario o involuntario).
Por supuesto, el disfrazado de gorila con gestualidad grotesca compone un ridículo, no lo comete (no, al menos, en primera instancia; sería otro –uno de segunda instancia– el ridículo que se cometiera al componerlo). La composición elegida forma parte importante del truco y le da fuerza a su argumento: no habla igual de nuestra atención que le escamoteen un tipo común y corriente, perfectamente mimetizable, a que le escamoteen un disfrazado grotesco que actúa grotescamente (“Es increíble que puedas pasar por alto algo tan obvio”, sintetiza uno de los entrevistados que padeció la ceguera ad hoc). Lo ridículo de la escena magnifica el mérito y la sorpresa de la omisión conseguida. Lo simple del medio utilizado también: el pase de magia para esa ilusión cegadora se reduce a hacernos contar anodinos pases de pelota.
Valga el caso como ejemplo de una invisibilidad lograda sin rehuirle a la exposición. En definitiva, en ese logro se consuma una proeza sensorial: se hace invisible el colmo de la visibilidad (a la inversa, con el traje nuevo del emperador pasamos de la ilusión de la invisibilidad de lo existente a la de la visibilidad de lo inexistente). Si le atribuimos a él el mérito, ese gorila es el héroe de la invisibilidad adquirida: alcanzó la misma meta que otros pero con mayor desventaja.
Actuado o cometido, no deja de haber algo ridículo que cruza desapercibido una ronda de basquetbolistas (y 27 minutos con 17 segundos del documental, para ampliar con nosotros ese número de dóciles concentrados en otra cosa, como le pasa al prefecto G y su policía parisina con la carta robada sobreexpuesta). A la proeza sensorial se suma una proeza dramática: al actuar de ridículo, el disfrazado finge ser uno imposibilitado de fingir, uno que cuando le toca serlo es por una caída en desgracia, no por un papel en el reparto.
3.
Por supuesto, los que en ese experimento no percibieron al personaje ridículo (y quedan por eso en ridículo ante los televidentes, que pronto se identificarán con ellos) tampoco percibieron la ridiculez en juego. Una condición infaltable de lo ridículo es que no pasa desapercibido, como que consiste en el espectáculo de una sobreexposición. Puede ignorarlo el que es ridículo, el que hace el ridículo, el que cae en el ridículo, el que se pone en ridículo, el que queda ridículo, pero no quienes lo ven quedar, ponerse, caer, hacer o ser. Porque si tampoco ellos lo perciben, entonces no hay ridículo: si no hay público que lo presencie, no hay escena que lo exhiba. A su caso se aplica la equivalencia que Berkeley atribuía indiscriminadamente: para lo ridículo, ser es ser percibido. Tal vez por eso es que tiene su propio sentido: lo ridículo es percibido en otros (y evitado para sí) por quienes, no padeciendo ceguera por inatención, tampoco han padecido la desgracia social de haber perdido el sentido del ridículo.
Antes de situar en su clase este sentido para diferenciarlo de otros, diferenciemos lo ridículo de lo absurdo, que es su vecino más confundible.
4.
Una banqueta sin patas a la que le falta el asiento y un porta sachet de plástico (demasiado) blando son dos absurdos, si bien de distinto tipo: el primero semántico o conceptual, el segundo pragmático. Lo absurdo nos deja sin comprender un cómo o un porqué. Lo absurdo daña nuestro sentido de lo coherente y lo previsible, por un lado, y de lo utilizable y lo práctico, por el otro (o sea, del sentido a secas y del sentido común). Absurdo es aquello que tiene al menos un rasgo que malogra su racionalidad (y, con ella, su previsibilidad, si es un evento, como la del juego sin reglas que perturba a Alicia en el campo de crocket de la reina) o que malogra su funcionalidad.
Lo ridículo, en cambio, daña nuestro sentido de lo adecuado y sus proporciones (o sea, del buen sentido y del buen gusto): eso no combina en absoluto, eso contrasta demasiado o “mal”, es una disonancia nueva a la que no se le admite que haga estilo. “¿Se me admitirá más tarde?”, podemos imaginar que pregunta lo ridículo ante la Ley; “Tal vez, pero ahora no”, se le contesta en su umbral. Lo absurdo no tiene la esperanza de esa aceptación o la recibe mucho más tarde que lo ridículo, que suele cambiar con las modas, las costumbres y los valores (el costo político de ridiculizar a un gordo que no pagan los autores e intérpretes del baión a mediados del siglo XX ya lo pagan a finales Jerry Seinfeld y sus amigos, en el juicio del último episodio).
5.
Para registrar lo que registran, los cinco sentidos sensoriales siguen imperativos físicos, químicos, biológicos, neurológicos. El sexto sentido, la extra-sensorial intuición, sigue imperativos psicológicos, espirituales, astrales, mágicos o místicos, pero siempre aplicados a captar una naturaleza que, comparada con la voluble y accidental que captan los otros cinco, es esencial, tal vez de tan inmaterial. (También eso –o su ecuación recíproca– puede hacérsele decir a la trillada cita de El Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos”.)
Pese a esta división territorial de lo aprehensible, unos y otros imperativos comparten el ser naturales, es decir, relativos a una naturaleza, la intuible y/o la perceptible (el sentido de la orientación da la apariencia de tener un pie en cada lado o de discurrir por un entre; lo mismo su contracara, el llamado en que consiste lo instintivo y que hace de una acción una respuesta, una especie de acatamiento natural).
Los imperativos que siguen otros sentidos son culturales: están dictados por el juego de valores que promueve o impone una comunidad dada (de ahí que cambien con el tiempo y que difieran a lo largo y ancho del globo). Es el caso del sentido del humor, el sentido del honor, el sentido del ridículo, entre otros. Se los tiene o no se los tiene, se los pierde o se los conserva, se los tiene de buena o de mala calidad, se los usa con mayor o menor perspicacia, etc. De estas variables depende que se sufra o se evite una sanción social.
6.
De un estudio a otro, lo ridículo pasa de ser algo inatendido a ser algo temido (o sea, sobreatendido). En el famoso estudio de los profesores David Simons y Christopher Chabris, el ridículo pasaba desapercibido para una mayoría; en este que comenta el comediante Jerry Seinfeld, una variante del miedo al ridículo es la primera pasión al acecho de una mayoría. Acaso por el nulo o superado miedo a hablar en público, Seinfeld manifiesta su asombro (e impreferencia) por el segundo puesto; en el remate reúne en una misma escena los dos roles más votados, que pasan a ser dilemáticos. A fuerza de alto contraste y combinación insólita, el dilema y su resolución mayoritaria rompen la solemnidad fúnebre de la escena; con su golpe de humor, Seinfeld ridiculiza el ranking encabezado por un miedo al ridículo.
La sanción al ridículo equivale, en lo social, a una pena capital, o al menos eso tememos: el miedo al ridículo es el miedo a una muerte social, que viene con el agravante de ser una muerte lúcida (a diferencia de la otra). Por una parte, el terror a esa caída súbita en una muerte consciente, como de persona emparedada viva, tal vez explique el ranking que Seinfeld traduce en la preferencia por la actuación de muerto. Por otra parte, esa actuación, a diferencia de la de orador, está libre del riesgo de la sobreactuación, que es congénita al ridículo.
Nota
La primera versión terminada de este ensayo la leí en Medias y Sombreros #5, “Ready culo”, el sábado 22 de mayo de 2010 alrededor de las 11 de la noche, con los epígrafes de la proyección del video del gorila inadvertido y la reproducción del baión “Deben ser los gorilas”, pero sin la lectura introductoria superpuesta (la grabé el mismo sábado dos horas antes de leer, pero no llegué a mezclarla ni me decidí a entrar con el micrófono mientras sonaba la canción, desde el primer coro, como había calculado para terminar a la vez).
El final de ese “playback grabado” se refiere a la máscara de gorila con que leí el ensayo. Encarnando el miedo a hablar del que estaba hablando y así enmascarado, creo que también encarné el ridículo, en lugar de sólo actuarlo; los nervios y la voz reseca y rígida seguramente habrán desbaratado el efecto desolemnizante de la máscara (con la que no había ensayado y en vivo me iba enterando cuánto limitaba la respiración y el ángulo de visión).
El epígrafe audiovisual con Seinfeld tampoco quedó en vivo; el video que tenía era de baja calidad y estaba subtitulado en portugués (aunque eso no me desagradaba: hacía juego con otra extranjería cercana, la del doblaje en español ibérico del documental). Opté por leer la cita traducida.
Para más previa de la lectura, en el comentario 1 me explayo sobre la formación, crónica y agradecimientos del ensayo.
La ceguera por inatención puede tener grados. Encabezan la gradación los que contando pases no vieron pasar al gorila; con un simple ajuste zoológico se les puede aplicar otro famoso reproche por inatención, en este caso alojado en una frase anónima y popular en vez de un experimento académico: “Se te escapó la tortuga”. (La lentitud hiperbólica del blooper es la versión cinética y durativa de la desatención; tan improbable es la fuga del lento como la impercepción del grotesco.) En segundo lugar está, por ejemplo, la sospecha del baión, que representa el principio del fin de un desconocimiento: “Deben ser los gorilas, deben ser”, vislumbran la voz cantante y su coro en el estribillo que cierra cada situación. Pasando de la conjetura a la afirmación llegamos al tercer grado, con una nula desatención; ahí están los 4 ó 5 que vieron al gorila atravesar la ronda y golpearse el pecho a lo hombre mono.
Pero no es la ceguera por inatención lo que me interesa acá, sino el tipo de personaje elegido para mostrarla en su grado máximo. Con ustedes, entonces, lo ridículo: la cosa más difícil de disimular, la negación misma del disimulo, la visibilidad más chillona. (Para magos, ilusionistas y neurólogos, su disimulo debe ser uno de los trucos más difíciles.)
2.
Excepto cuando se es ridículo actuando de ridículo, en pocos casos el actuar de algo y el serlo se encuentran a mayor distancia que en este. Eso tal vez se deba al hecho de que lo que define a uno niega al otro: cómico o sólo patético, ser ridículo implica haber perdido el control de la propia imagen; actuar es estar ejerciéndolo, incluso si se actúa de ridículo (en cuyo caso se está ejerciendo el control de la propia imagen para fingir que no, como pide el papel). La diferencia se escucha en las risas: en un caso premian un logro humorístico y en el otro castigan –a veces con vergüenza ajena, a veces con mera saña– una gaffe social (la avalancha que provoca “un gordo” que resbala y rueda por los tablones de la tribuna, por ejemplo; y en general, un descalabro sin sentido causado por un desubique inasimilable, voluntario o involuntario).
Por supuesto, el disfrazado de gorila con gestualidad grotesca compone un ridículo, no lo comete (no, al menos, en primera instancia; sería otro –uno de segunda instancia– el ridículo que se cometiera al componerlo). La composición elegida forma parte importante del truco y le da fuerza a su argumento: no habla igual de nuestra atención que le escamoteen un tipo común y corriente, perfectamente mimetizable, a que le escamoteen un disfrazado grotesco que actúa grotescamente (“Es increíble que puedas pasar por alto algo tan obvio”, sintetiza uno de los entrevistados que padeció la ceguera ad hoc). Lo ridículo de la escena magnifica el mérito y la sorpresa de la omisión conseguida. Lo simple del medio utilizado también: el pase de magia para esa ilusión cegadora se reduce a hacernos contar anodinos pases de pelota.
Valga el caso como ejemplo de una invisibilidad lograda sin rehuirle a la exposición. En definitiva, en ese logro se consuma una proeza sensorial: se hace invisible el colmo de la visibilidad (a la inversa, con el traje nuevo del emperador pasamos de la ilusión de la invisibilidad de lo existente a la de la visibilidad de lo inexistente). Si le atribuimos a él el mérito, ese gorila es el héroe de la invisibilidad adquirida: alcanzó la misma meta que otros pero con mayor desventaja.
Actuado o cometido, no deja de haber algo ridículo que cruza desapercibido una ronda de basquetbolistas (y 27 minutos con 17 segundos del documental, para ampliar con nosotros ese número de dóciles concentrados en otra cosa, como le pasa al prefecto G y su policía parisina con la carta robada sobreexpuesta). A la proeza sensorial se suma una proeza dramática: al actuar de ridículo, el disfrazado finge ser uno imposibilitado de fingir, uno que cuando le toca serlo es por una caída en desgracia, no por un papel en el reparto.
3.
Por supuesto, los que en ese experimento no percibieron al personaje ridículo (y quedan por eso en ridículo ante los televidentes, que pronto se identificarán con ellos) tampoco percibieron la ridiculez en juego. Una condición infaltable de lo ridículo es que no pasa desapercibido, como que consiste en el espectáculo de una sobreexposición. Puede ignorarlo el que es ridículo, el que hace el ridículo, el que cae en el ridículo, el que se pone en ridículo, el que queda ridículo, pero no quienes lo ven quedar, ponerse, caer, hacer o ser. Porque si tampoco ellos lo perciben, entonces no hay ridículo: si no hay público que lo presencie, no hay escena que lo exhiba. A su caso se aplica la equivalencia que Berkeley atribuía indiscriminadamente: para lo ridículo, ser es ser percibido. Tal vez por eso es que tiene su propio sentido: lo ridículo es percibido en otros (y evitado para sí) por quienes, no padeciendo ceguera por inatención, tampoco han padecido la desgracia social de haber perdido el sentido del ridículo.
Antes de situar en su clase este sentido para diferenciarlo de otros, diferenciemos lo ridículo de lo absurdo, que es su vecino más confundible.
4.
- En “The Finale”, último episodio de la serie Seinfeld (1998).
Una banqueta sin patas a la que le falta el asiento y un porta sachet de plástico (demasiado) blando son dos absurdos, si bien de distinto tipo: el primero semántico o conceptual, el segundo pragmático. Lo absurdo nos deja sin comprender un cómo o un porqué. Lo absurdo daña nuestro sentido de lo coherente y lo previsible, por un lado, y de lo utilizable y lo práctico, por el otro (o sea, del sentido a secas y del sentido común). Absurdo es aquello que tiene al menos un rasgo que malogra su racionalidad (y, con ella, su previsibilidad, si es un evento, como la del juego sin reglas que perturba a Alicia en el campo de crocket de la reina) o que malogra su funcionalidad.
Lo ridículo, en cambio, daña nuestro sentido de lo adecuado y sus proporciones (o sea, del buen sentido y del buen gusto): eso no combina en absoluto, eso contrasta demasiado o “mal”, es una disonancia nueva a la que no se le admite que haga estilo. “¿Se me admitirá más tarde?”, podemos imaginar que pregunta lo ridículo ante la Ley; “Tal vez, pero ahora no”, se le contesta en su umbral. Lo absurdo no tiene la esperanza de esa aceptación o la recibe mucho más tarde que lo ridículo, que suele cambiar con las modas, las costumbres y los valores (el costo político de ridiculizar a un gordo que no pagan los autores e intérpretes del baión a mediados del siglo XX ya lo pagan a finales Jerry Seinfeld y sus amigos, en el juicio del último episodio).
5.
Para registrar lo que registran, los cinco sentidos sensoriales siguen imperativos físicos, químicos, biológicos, neurológicos. El sexto sentido, la extra-sensorial intuición, sigue imperativos psicológicos, espirituales, astrales, mágicos o místicos, pero siempre aplicados a captar una naturaleza que, comparada con la voluble y accidental que captan los otros cinco, es esencial, tal vez de tan inmaterial. (También eso –o su ecuación recíproca– puede hacérsele decir a la trillada cita de El Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos”.)
Pese a esta división territorial de lo aprehensible, unos y otros imperativos comparten el ser naturales, es decir, relativos a una naturaleza, la intuible y/o la perceptible (el sentido de la orientación da la apariencia de tener un pie en cada lado o de discurrir por un entre; lo mismo su contracara, el llamado en que consiste lo instintivo y que hace de una acción una respuesta, una especie de acatamiento natural).
Los imperativos que siguen otros sentidos son culturales: están dictados por el juego de valores que promueve o impone una comunidad dada (de ahí que cambien con el tiempo y que difieran a lo largo y ancho del globo). Es el caso del sentido del humor, el sentido del honor, el sentido del ridículo, entre otros. Se los tiene o no se los tiene, se los pierde o se los conserva, se los tiene de buena o de mala calidad, se los usa con mayor o menor perspicacia, etc. De estas variables depende que se sufra o se evite una sanción social.
6.
- Jerry Seinfeld, Live on Broadway: I'm Telling You For The Last Time (1998). Incluido en el monólogo “Media Mezzo” de su libro SeinLanguag.*
De un estudio a otro, lo ridículo pasa de ser algo inatendido a ser algo temido (o sea, sobreatendido). En el famoso estudio de los profesores David Simons y Christopher Chabris, el ridículo pasaba desapercibido para una mayoría; en este que comenta el comediante Jerry Seinfeld, una variante del miedo al ridículo es la primera pasión al acecho de una mayoría. Acaso por el nulo o superado miedo a hablar en público, Seinfeld manifiesta su asombro (e impreferencia) por el segundo puesto; en el remate reúne en una misma escena los dos roles más votados, que pasan a ser dilemáticos. A fuerza de alto contraste y combinación insólita, el dilema y su resolución mayoritaria rompen la solemnidad fúnebre de la escena; con su golpe de humor, Seinfeld ridiculiza el ranking encabezado por un miedo al ridículo.
La sanción al ridículo equivale, en lo social, a una pena capital, o al menos eso tememos: el miedo al ridículo es el miedo a una muerte social, que viene con el agravante de ser una muerte lúcida (a diferencia de la otra). Por una parte, el terror a esa caída súbita en una muerte consciente, como de persona emparedada viva, tal vez explique el ranking que Seinfeld traduce en la preferencia por la actuación de muerto. Por otra parte, esa actuación, a diferencia de la de orador, está libre del riesgo de la sobreactuación, que es congénita al ridículo.
Nota
La primera versión terminada de este ensayo la leí en Medias y Sombreros #5, “Ready culo”, el sábado 22 de mayo de 2010 alrededor de las 11 de la noche, con los epígrafes de la proyección del video del gorila inadvertido y la reproducción del baión “Deben ser los gorilas”, pero sin la lectura introductoria superpuesta (la grabé el mismo sábado dos horas antes de leer, pero no llegué a mezclarla ni me decidí a entrar con el micrófono mientras sonaba la canción, desde el primer coro, como había calculado para terminar a la vez).
El final de ese “playback grabado” se refiere a la máscara de gorila con que leí el ensayo. Encarnando el miedo a hablar del que estaba hablando y así enmascarado, creo que también encarné el ridículo, en lugar de sólo actuarlo; los nervios y la voz reseca y rígida seguramente habrán desbaratado el efecto desolemnizante de la máscara (con la que no había ensayado y en vivo me iba enterando cuánto limitaba la respiración y el ángulo de visión).
El epígrafe audiovisual con Seinfeld tampoco quedó en vivo; el video que tenía era de baja calidad y estaba subtitulado en portugués (aunque eso no me desagradaba: hacía juego con otra extranjería cercana, la del doblaje en español ibérico del documental). Opté por leer la cita traducida.
Para más previa de la lectura, en el comentario 1 me explayo sobre la formación, crónica y agradecimientos del ensayo.