Cambios menores. Antes de la sesión que acaba de terminar, el ensayo se veía así:
Ahora se ve así:
Recién subido, X mantiene una indignada discusión con el chofer del colectivo, mientras espera sacar el boleto o ya habiéndolo sacado. De pronto, se entera de que toda esa tensión, malestar y nervio es (ha sido) en vano, que el botín por el cual peleaba –un viaje a Liniers– no existía, era falso: ese ramal del 86 doblaba en Laguna, sin llegar a Liniers.
Creo que fue el golpe asestado por la vanidad de tanta tensión e indignación reprimida y desbordante lo que le hizo pasar a X de la resistencia y la beligerancia al derrumbe abrupto. En su bronca ya había dolor, su voz ya era casi llorosa. Odiaba intensamente a un rival que lo hostigaba por un botín que ya sabía inexistente.
De golpe tener razón dejó de ser para X un medio para obtener un fin (viajar a Liniers) y se convirtió en un objetivo vano: tuviera o no X razón en sus argumentos sobre el maltrato del chofer (como creo que tenía), el colectivo no iba a Liniers. Con un deseo en el lugar equivocado, la frustración es inevitable; se hace más empinada cuanta más energía se haya invertido durante ese error.
Pero por mala que ya nos parezca, la suerte exacta de X debe medirse también por todo lo mala que podría haber sido y no fue.
Por un lado, para empezar, la escala involucrada fue relativamente pequeña, por lo que el desencanto sufrido se pagó con malhumor o angustia, pero no con la vida. Si la tentativa súbitamente revelada vana por un conocimiento o creencia recién adquiridos no fuera la de llegar a Liniers en ese colectivo, sino la de hacer socialista al mundo, y no tuviera una antigüedad de 15 cuadras sino de 74 años, el derrumbe podría llevar a reversiones ideológicas despechadas o, en el peor estrago personal, a vacíos de sentido de efectos suicidas (como los que se tragaron a muchos militantes del comunismo bruscamente amputados de ese deseo, sobrevivientes absurdos –se sentirían– de lo que había dado sentido a sus vidas).*
Por otro lado, aunque inagradecible, el episodio ahorró algunos agravantes: en una noche templada y sin lluvia, el colectivo dejó a X en camino a Liniers, a unos 20 metros de la parada del 86 que lo llevaría. Esos 20 metros de ironía o descortesía pueden exacerbar con facilidad el malestar acumulado; pero el detalle fue ínfimamente molesto, si lo comparamos con las suertes más frecuentes en los descensos que improvisan viajeros extraviados o desorientados. El episodio o su remate podrían haber sido peores, si la anécdota hubiera estado dispuesta a cargar las tintas en el mal trago de X, como suele pasar en el género trágico. Por ejemplo, esas podrían haber sido sus últimas monedas, si encima pagó el boleto antes de enterarse; o el colectivo podría haberlo dejado a 5 ó 10 cuadras de la parada, si ya hubiera tomado el desvío del ramal; o podría haberlo dejado en una parada del 86, pero 15 cuadras de pelea vana para atrás, si (en el último colmo) X se lo hubiera tomado en el sentido equivocado.
Ahora se ve así:
Recién subido, X mantiene una indignada discusión con el chofer del colectivo, mientras espera sacar el boleto o ya habiéndolo sacado. De pronto, se entera de que toda esa tensión, malestar y nervio es (ha sido) en vano, que el botín por el cual peleaba –un viaje a Liniers– no existía y nunca había estado en juego: ese ramal del 86 doblaba en Laguna, sin llegar a Liniers.En el párrafo incrustado (donde hay "*") no hice cambios.
Creo que fue el golpe asestado por la vanidad de tanta tensión e indignación reprimida y desbordante lo que le hizo pasar a X de la resistencia y la beligerancia al derrumbe abrupto. En su bronca ya había dolor, su voz ya era casi llorosa. Odiaba intensamente a un rival que lo hostigaba por un botín que ya sabía inexistente.
De golpe, tener razón dejó de ser para X un medio o una escala de viaje para alcanzar un fin y se convirtió en un objetivo vano: tuviera o no X razón en sus argumentos sobre el maltrato del chofer (como creo que tenía), el colectivo no iba a Liniers. Con un deseo en el lugar equivocado, la frustración es inevitable; se hace más empinada cuanta más energía se haya invertido durante ese error.
Pero por mala que ya nos parezca, la suerte exacta de X debe medirse también por todo lo mala que podría haber sido y no fue.
Por un lado, para empezar, la escala involucrada fue relativamente pequeña, por lo que el desencanto sufrido se pagó con malhumor o angustia, pero no con la vida. Si la tentativa súbitamente revelada vana por un conocimiento o creencia recién adquiridos no fuera la de llegar a Liniers en ese colectivo, sino la de hacer socialista al mundo, y no tuviera una antigüedad de 15 cuadras sino de 74 años, el derrumbe podría llevar a reversiones ideológicas despechadas o, en el peor estrago personal, a vacíos de sentido a veces abismales, suicidas (como los que en su momento se tragaron a muchos militantes del comunismo bruscamente amputados de ese deseo, sobrevivientes absurdos –se sentirían– de lo que había dado sentido a sus vidas).*
Por otro lado, aunque inagradecible, el episodio ahorró algunos agravantes: en una noche templada y sin lluvia, el colectivo dejó a X en camino a Liniers, unos 30 metros antes de la siguiente parada del 86. Esos 30 metros de ironía o descortesía pueden exacerbar con facilidad el malestar acumulado; pero el detalle fue ínfimamente molesto, si lo comparamos con las suertes más frecuentes en los descensos que improvisan viajeros extraviados o desorientados. El episodio o su remate podrían haber sido peores, si la anécdota hubiera estado dispuesta a regodearse en el mal trago de X, como suele pasar en el género trágico. Por ejemplo, esas podrían haber sido sus últimas monedas, si encima pagó el boleto antes de enterarse; o el colectivo podría haberlo dejado a 5 ó 10 cuadras de una parada útil, si ya hubiera tomado el desvío del ramal; o podría haberlo arrimado a una parada, pero 15 cuadras de pelea vana para atrás, si (en el último colmo) X se lo hubiera tomado en el sentido equivocado.